LA FOTO ANTIGUA
La
encontré por casualidad, estaba en el fondo de un armario en el que pongo todo
lo que no utilizo, cosas que debía tirar pero que al tenerlas en la mano me
llevaban a recordar el momento en el que pasaron a ser mías y aunque no sea un
buen recuerdo, yo lo disfrazo quitándole la broza que entonces pudo tener esa
situación. Eso me hace feliz. Solo quiero recordar lo bueno y si no son tan
buenos, los asocio con otros que sí lo son y me llevan a pensar en la vida como
un regalo que te puede gustar más o menos pero que siempre es bien venido.
Todo
esto pensaba mientras tenía en mis manos la gran caja de lata, de galletas
seguramente, en la que mi abuela guardaba las fotos de su vida y también las de
su familia.
¡Qué suave
era! No se había estropeado después de tantos años. Yo creo que la puse ahí en
la última mudanza y de eso hace ya más de 40. ¿Se conservarían igual las fotos
tanto tiempo olvidadas?
La caja
era negra con bordes dorados y preciosas flores de colores en la tapa y los
laterales.
Recuerdo
siendo yo una niña, las tardes interminables de los domingos en el mirador de
mi abuela, pidiéndole que me volviera a enseñar las fotos antiguas de la caja
bonita. Me llamaba la atención los peinados, los vestidos y hasta las caras,
algunas asustadas al verse sorprendidos por la luz del magnesio. Las sacaba una
a una y era yo la que, como si de un examen se tratara, tenía que adivinar
quién o quiénes eran y algo de sus historias tantas veces contadas por mi
abuela.
La
tarde se hacía menos tediosa con un cartucho de pipas de girasol y viviendo las
vidas de las personas que, como por arte de magia, salían de la caja.
No
tenía nada que hacer y por entretenerme un rato la destapé y empecé a sacar las
fotos. Me apetecía saber si después de tantos años me acordaba de sus nombres y
como si fueran personajes de una obra de teatro, del papel que habían
representado cada uno en la familia.
Algunas
estaban irreconocibles pero la mayoría habían aguantado bien el encierro, yo
creo que la falta de aire y de humedad contribuyó a ello.
Pasé un
buen rato acordándome de unas,
desechando otras por desconocidas, las cuales me daban pena romper y
volvían a la caja. Alguien que no tuviera mis recuerdos ya se desharía de
ellas.
Apareció
como pegada a otra. Me sorprendió porque no recordaba haberla visto nunca, le
di la vuelta y leí la dedicatoria escrita con letra juvenil: “A mis padres a los que quiero y
respeto”
Era un
retrato de boda hecho en un estudio. En un sillón principesco estaba sentada la
novia, muy joven casi una niña, le costaba trabajo llegar con los pies al
suelo, su vestido muy elegante y su
mantilla eran negros. Por un pico de la falda que captó la cámara levantada se
veía una trocito de las sayas blancas y las puntas de unos zapatos negros y
brillantes.
Era
guapa, tenía unos ojos grandes, negros y muy expresivos. Se adivinaba en ellos
poca alegría y algo de miedo. El pelo, también negro, lo llevaba cubierto con
la mantilla de la que se escapaban algunos rizos revoltosos, la nariz fina, la
frente ancha, los pómulos altos y su boca sensual eran el preludio de lo que
con los años seria una mujer muy bella.
De pie
apoyando la mano en el sillón en actitud protectora, se veía un hombre mayor,
si no fuera por la pose y la ropa que llevaban hubiera podido ser su padre. Iba
vestido de Chaqué y sujetaba el sombrero con la otra mano.
Me fije
en sus ojos, bondadosos y apacibles, el bigote y la barba bien cuidados con más
cabellos grises que blancos o negros. Su frente grande, mas despejada ya por
las “entradas del tiempo”. Todo en él hacía pensar que debió ser un hombre muy
guapo.
¿Quiénes
serian? ¿Habrían sido felices? ¿Qué relación tenían con mi abuela y por tanto
conmigo?
La
frase de la dedicatoria me hizo pensar si no se habría casado la joven, como
tantas entonces, por obligación y respeto a sus padres.
Me
agradó ese retrato, ya les inventaría una historia en la que fueran dichosos y
la vida no los maltratara mucho, pues estaban en la caja de mis recuerdos y allí
no podía haber ninguno malo.