LA
FERIA
Aquel
pequeño pueblo tenía como todos, en sus fiestas de verano una feria, que me
atrajo como un imán cuando empecé a oír la música de los pasacalles despertando
a los vecinos de la siesta. Era el pueblo de mis abuelos. Allí íbamos todos los
veranos, y siempre he recordado esas vacaciones como las mejores de mi vida.
Eran estupendas. El rio en el que te podías bañar, la vega fértil, el pan con
queso y el agua fresca a la sombra de los parrales, el paseo en mulo para
llegar a la finca en la sierra. Con todo disfrutaba pero nada como la feria.
Ese
año, después de muchos ausentes, había vuelto solo. Hacía tiempo que me
embargaba la nostalgia, necesitaba encontrar mi infancia perdida en los muchos
caminos que no supe escoger en la vida .Y allí estaba, dispuesto a disfrutar de
nuevo con los títeres, los magos, la
música bullanguera y sobre todo de los fuegos artificiales.
Esa
cantidad de sensaciones hizo que viniera a mi memoria la última feria a la que
fui con mi abuelo como todos los años. El tiraba de mi mano. No podíamos llegar
otra vez tarde, mama lo había dejado bien claro, pero ese manto de luz y color,
nos hacia caminar cada vez más despacio, esperando el siguiente cohete y
haciendo apuestas sobre el color de la palmera que formaba al estallar, ¿sería
verde, amarilla, blanca….? Me sentía seguro cogido de su mano, disfrutábamos de
esa forma tan peculiar que solo se consigue cuando las dos infancias se juntan.
Me
sentí feliz aquella noche. Caminaba otra vez de la mano de mi abuelo y mi vida
cambiaria siguiendo sus atinados consejos que parecían olvidados en el fondo de
mi memoria, debajo de capas y capas de rutina, monotonía, tristeza que habían
hecho de mi vida un infierno en estos últimos años. Pensé que nunca hay que
tirar la toalla, siempre hay algún recuerdo donde agarrarse para volver a
caminar por aquellos senderos olvidados de la infancia.