viernes, 26 de agosto de 2022

LA CASA DE LOS HIBISCOS

 Al fin me he decidido. No estaba este año con buen ánimo para viajar pero el aburrimiento pudo más. Cogí maleta y coche y salí sin rumbo, pero siempre al sur. Otros años necesitaba el calor, el sol, las calles llenas de gente, noches interminables en las que ver amanecer es lo normal, pero en este momento mi estado de ánimo me pedía otra cosa: paseos y tranquilidad para reponerme espiritualmente del gran fracaso de mi vida. No lo conseguí adentrándome en el bullicio, el ruido y la gente. Ahora lo intentaría con el silencio y la mirada interior, intentando comprenderme y llegar al fondo del daño que había supuesto ese fracaso.

Siempre he querido ser escritora, pero el tiempo me ha ido pasando por encima sin conseguirlo. Nunca encontré un editor  que estuviera dispuesto a publicar mis relatos arriesgándose por mí.

En el bolso siempre llevo material para escribir. No sabes dónde va a saltar la chispa que iluminará una historia ¡He desechado tantas! Siempre pensaba que la siguiente sería mejor.

Lo cierto es que voy buscando historias que entretengan mi soledad. Con el paso de los años ya no deseo tanto ser una importante escritora. Jubilada de mi verdadera profesión en la que siempre me sentí como una intrusa, pasé mucho tiempo haciendo lo que no me gustaba, siempre esperando algo mejor. No he sabido disfrutar el presente.

Desde que emprendí estos viajes me encuentro más serena, me he perdonado y procuro disfrutar de cada momento.

Estoy en un pueblecito del sur, en la sierra, un pueblo blanco, poca gente, tranquilidad, silencio, paseos mañaneros bolígrafo en” ristre”. Las casas son de una sola planta con jardín, por cuyas verjas asoman macizos de flores. Cuando las miro veo las tapas de un libro cerrado en las que dentro estará la historia. Algunas están cuidadas, son casas felices. Otras se encuentran abandonadas por problemas o desidia. Son casas tristes y en las páginas de su libro solo hay historias problemáticas, reflejo de las personas que viven en ellas.

Nunca había llegado al final de esta calle y lo que me llamó la atención de ella fue la cantidad de hibiscos grandes como arboles, llenos de flores y que sobresalían de la celosía. Era un espectáculo magnifico. Las había rojas, fucsia, rosas, de hojas dobles, tan grandes que parecían dalias. Enredados en ellos había un jazminero cuajado de estrellitas blancas que por la noche harían las delicias de los paseantes envolviéndolos con su fino aroma. No se quedaba atrás la dama de noche que, junto con las buganvillas, completaban la valla. Si mirabas a través de ella se veía un jardín cuidado en el que cada planta tenía su sitio. Aquello era una borrachera de colores.

Volví varias veces a la casa. Deseaba conocer a sus dueños pero nunca veía a nadie. No parecía abandonada. Las personas que vivieran allí tenían que ser felices, como su jardín.

Verla al atardecer con el sol rojo poniéndose por detrás, tornando al amarillo antes de desaparecer, era un espectáculo maravilloso.

De pronto, tres flores del hibisco rosa, flores dobles, grandes, que hacía un momento lucían con todo su esplendor, se arrugaron y cayeron al suelo. Solo tenían un día para mostrar su belleza.

Me paré a pensar que ésa era nuestra vida. Un instante, un regalo que había que aprovechar en ese momento porque pronto llegaba la vejez, el final de la belleza y la decadencia física.

Al verme parada en la verja vino hacia mí una anciana de pelo blanco. Me invitó a pasar y, sentadas en un precioso porche, me empezó a contar la historia del jardín.

Volvía todas las tardes para disfrutar de la paz que se sentía a su lado dentro de esa burbuja de olor, color y sonidos que era “El jardín de los hibiscos”

 

 

 

 

 

miércoles, 10 de agosto de 2022

EL ANILLO

 

EL ANILLO

Me gusta pasear por la orilla del mar. Los pies hundiéndose en la arena, las olas mojándolos con sus vaivenes, ese ruido sordo y suave que calma y adormece. Por encima de mi cabeza veo gaviotas en busca de restos de comida que los bañistas dejaron por descuido o por desidia.  El sol se va poco a poco ocultando detrás de los montes dejando un reguero de sangre en el mar. A esta hora, las montañas que rodean la pequeña cala cercana a mi ciudad van tomando tonos grises, también la arena y las rocas. Hay una fantástica gama de grises que nunca sabemos apreciar por las prisas de la vida que nos arrastra con ella. Ésta es mi hora mágica en la que el calor da paso a la brisa marina que trae aire de sal y de historia de más de veinte siglos.

Aquella tarde no fue distinta de otras anteriores. Ya me volvía cuando uno de los últimos rayos hizo saltar de la arena un reflejo dorado. Pensé en alguna piedra pulida por las olas y cuál no fue mi sorpresa al encontrarme con un anillo. Lo miré con detenimiento ya que me pareció muy antiguo. Dentro tenía una inscripción y una fecha, pero en latín y con números romanos. Pensé llevarlo al día siguiente al museo para que fuera expuesto como otras tantas joyas, pero hasta entonces sería mío.

Mi imaginación empezó a tejer historias sobre él. ¿De quién sería? No era muy grande ¿Dedo de mujer? ¿Lo habría perdido o se habría desprendido de él con rabia tirándolo al mar rompiendo de esa forma algún compromiso? Nunca lo sabría.

Me lo puse. Se ajustaba perfectamente al dedo anular donde llevaba el mío, también con inscripción y fecha por dentro, que me recordaba tantos años felices de mi vida. No había sido capaz de romper con el pasado y renacer de nuevo cuando mi compañero murió.

Aquella noche me dormí pensando en el anillo. ¿Fue un sueño o vino la joven Claudia a contarme su historia?

Tengo 15 años y estoy prometida en matrimonio. No me desagrada Severo. Es alto, apuesto pero un poco serio para mi gusto. El día que nuestros padres decidieron que el enlace se podía celebrar reunieron a las dos familias para intercambiar los regalos de costumbre. Fue entonces cuando el hombre con el que compartiría el resto de mi vida, casi sin mirarme, puso el anillo en mi dedo. Solo dijo las palabras de rigor. Yo pensé que al finalizar me tomaría de la mano, saldríamos a la terraza a ver la puesta de sol y con palabras nuestras sellaríamos el compromiso. Pero no fue así. En poco más de una hora me quedé sola con el anillo en mi dedo como señal de esclavitud, de sumisión, pero no de amor.

Vivíamos  tranquilos en esta ciudad mediterránea conquistada por Escipión llamada Cartago Nova aunque aun quedaban rencillas y odios que arrastrarían varias generaciones.

Los días siguientes estaba triste, desencantada. Mi padre, al verme tan abatida, me contó la verdad. Le debía favores al padre de Severo, negocios fracasados durante la guerra y yo había sido la forma de pagarlos. Aunque no lo creyera, Severo estaba enamorado de mí desde que, siendo niños, compartíamos juegos. No le creí. Sentí que crecía mi desapego y mi rabia cada vez que miraba el anillo.

Se celebró la ceremonia de la boda con lujo y boato. Duró varios días, según costumbre entre las clases pudientes. Se habilitaron triclinia en los jardines  para descansar, comer y beber, pudiendo ir también los invitados a las obras que se representaban en el teatro, contratadas para tal fin.

Fue una boda magnifica. Yo esperaba con angustia la primera noche juntos, al sentirme  unida a un hombre que no quería. Ya en la cámara nupcial me dijo: No voy a obligarte a nada. Poco a poco iré ganándome tu corazón y tú decidirás cuando estás dispuesta. ¡Cobarde! Creí que lucharía, que me sometería ¿No era lo bastante atractiva para él?¿Se podía controlar hasta ese extremo?

Fue pasando el tiempo sin que ninguno de los dos cambiara su posición, Pero yo empecé a sentir algo distinto. Valoraba su conversación ingeniosa, amena, interesante. Deseaba tenerlo siempre cerca y me molestaba cuando pasaba ratos concentrado en papeles de negocios.

Una noche, no pude más y le dije: Quédate conmigo. Me contestó que si se quedaba no sería para vigilar mi sueño. A partir de esa noche fui feliz, como no había soñado poder serlo nunca. Nuestro amor trascendía a otra dimensión solo con una mirada, se elevaba por encima de lo material. Puede que exagere, pero estaba enamorada.

Todo esto lo rompió unas fiebres que se extendieron por la ciudad y en semanas terminó con muchos de sus habitantes, entre ellos mi amado Severo.

Por las tardes voy sola con mi dolor a esta misma cala,  donde muchos siglos después tú pasearás y encontrarás mi anillo. Estaba acariciándolo, dándole vueltas, había empezado a oscurecer cuando saltó de mi mano y cayó en la arena. Estuve buscándolo pero fue inútil. Era como si mi querido esposo me liberara del compromiso animándome a rehacer mi vida.

Fue un sueño aleccionador. Cuando desperté yo también pensaba así. Guardé mi anillo  en un cajón y volvería siempre a la cala, no con el dolor de la pérdida si no dando gracias por los años de felicidad vividos.

Ese mismo día llevé el anillo encontrado al museo. Allí está, en la vitrina de los ajuares de boda. Algunas veces paso a verlo, fue mi talismán. Me ayudó mucho en un momento muy triste de mi vida.

¿Por qué no pudo ser mi sueño la historia del anillo?