Al fin me he decidido. No estaba este año con buen ánimo para viajar pero el aburrimiento pudo más. Cogí maleta y coche y salí sin rumbo, pero siempre al sur. Otros años necesitaba el calor, el sol, las calles llenas de gente, noches interminables en las que ver amanecer es lo normal, pero en este momento mi estado de ánimo me pedía otra cosa: paseos y tranquilidad para reponerme espiritualmente del gran fracaso de mi vida. No lo conseguí adentrándome en el bullicio, el ruido y la gente. Ahora lo intentaría con el silencio y la mirada interior, intentando comprenderme y llegar al fondo del daño que había supuesto ese fracaso.
Siempre
he querido ser escritora, pero el tiempo me ha ido pasando por encima sin
conseguirlo. Nunca encontré un editor
que estuviera dispuesto a publicar mis relatos arriesgándose por mí.
En el
bolso siempre llevo material para escribir. No sabes dónde va a saltar la chispa
que iluminará una historia ¡He desechado tantas! Siempre pensaba que la
siguiente sería mejor.
Lo
cierto es que voy buscando historias que entretengan mi soledad. Con el paso de
los años ya no deseo tanto ser una importante escritora. Jubilada de mi verdadera
profesión en la que siempre me sentí como una intrusa, pasé mucho tiempo
haciendo lo que no me gustaba, siempre esperando algo mejor. No he sabido
disfrutar el presente.
Desde
que emprendí estos viajes me encuentro más serena, me he perdonado y procuro
disfrutar de cada momento.
Estoy
en un pueblecito del sur, en la sierra, un pueblo blanco, poca gente,
tranquilidad, silencio, paseos mañaneros bolígrafo en” ristre”. Las casas son
de una sola planta con jardín, por cuyas verjas asoman macizos de flores.
Cuando las miro veo las tapas de un libro cerrado en las que dentro estará la
historia. Algunas están cuidadas, son casas felices. Otras se encuentran abandonadas
por problemas o desidia. Son casas tristes y en las páginas de su libro solo
hay historias problemáticas, reflejo de las personas que viven en ellas.
Nunca
había llegado al final de esta calle y lo que me llamó la atención de ella fue
la cantidad de hibiscos grandes como arboles, llenos de flores y que
sobresalían de la celosía. Era un espectáculo magnifico. Las había rojas,
fucsia, rosas, de hojas dobles, tan grandes que parecían dalias. Enredados en
ellos había un jazminero cuajado de estrellitas blancas que por la noche harían
las delicias de los paseantes envolviéndolos con su fino aroma. No se quedaba
atrás la dama de noche que, junto con las buganvillas, completaban la valla. Si
mirabas a través de ella se veía un jardín cuidado en el que cada planta tenía
su sitio. Aquello era una borrachera de colores.
Volví
varias veces a la casa. Deseaba conocer a sus dueños pero nunca veía a nadie.
No parecía abandonada. Las personas que vivieran allí tenían que ser felices,
como su jardín.
Verla
al atardecer con el sol rojo poniéndose por detrás, tornando al amarillo antes
de desaparecer, era un espectáculo maravilloso.
De
pronto, tres flores del hibisco rosa, flores dobles, grandes, que hacía un
momento lucían con todo su esplendor, se arrugaron y cayeron al suelo. Solo
tenían un día para mostrar su belleza.
Me paré
a pensar que ésa era nuestra vida. Un instante, un regalo que había que
aprovechar en ese momento porque pronto llegaba la vejez, el final de la
belleza y la decadencia física.
Al
verme parada en la verja vino hacia mí una anciana de pelo blanco. Me invitó a
pasar y, sentadas en un precioso porche, me empezó a contar la historia del
jardín.
Volvía
todas las tardes para disfrutar de la paz que se sentía a su lado dentro de esa
burbuja de olor, color y sonidos que era “El jardín de los hibiscos”