LOS BLANCOS.
UN PUEBLO OLVIDADO.
Aquella madrugada
hacía frio en ese rincón perdido en la sierra de Albarracín, a pesar de ser
finales de agosto. Allí el invierno se dejaba notar pronto, la niebla siempre
por debajo de las cumbres y el viento del Moncayo sin dar tregua.
El autobús
pasaba una vez a la semana, pero durante
el invierno con la nieve decorando el
paisaje y la carretera convertida en una mera ilusión, el pueblo quedaba
aislado hasta la primavera.
Esa mañana,
cuando el viento arrancaba los retazos de niebla, como si de una cortina se
tratara, podía apreciarse en la parada
la figura de una joven aferrada a su maleta. Por la fuerza con la que la asía,
daba la impresión de que ella era todo lo que quedaba de su antigua vida. Ya no
la unía nada a esas montañas a pesar de
tener sus raíces hundidas en la tierra durante muchas generaciones.
Para poder
estudiar había tenido que irse interna a un colegio de la ciudad, después vino
la universidad, terminó Magisterio y sacó la oposición. Se acostumbró a vivir
rodeada de gente y el pueblo de las montañas se le quedó pequeño.
Sus padres
no llegaron a ver el fruto de su sacrificio, verse privados de su hija en la
infancia y sobre todo en la adolescencia, cuando eran ya mayores y la
necesitaban a su lado. Pensaban irse con ella a un pueblo del sur, con sol
brillante y mar, para disfrutar de su bien merecida jubilación, pero no pudo
ser.
Ese verano
había cerrado su casa, no sabía si algún día volvería. Se llevaba pocos
recuerdos materiales, pero muchas vivencias y sobre todo el amor de sus padres.
Ahora
volaría hacia el sur, como esos pájaros que veía atravesar las nubes y perderse
por las nevadas montañas. Quería vida, gente,
nuevos amigos. Y pensó que todo eso se lo podía dar la región de Murcia.
En la toma
de posesión de la escuela la nombraron maestra de un pueblo llamado Los
Blancos. No lo encontró en el mapa, su referencia era una ciudad, centro de la
minería en la región, llamada La Unión. Allí conoció a otro joven maestro,
destinado al Llano del Beal , otro pueblecito de la zona. Este chico era de la
ciudad, según decía, mas “bonita del Mediterráneo”, mirando al mar durante más
de 2000 años, Cartagena.
Se cayeron
bien y se ofreció como guía para enseñarle la comarca. Le buscó una pensión no
muy cara cerca del puerto, todo rodeado de montañas del que se enamoró solo con
verlo.
Salía desde
Cartagena un tren de vía estrecha con locomotora de carbón y en él se fue a su
primer destino.
El paisaje le sorprendió, apenas había arboles
ni verde en aquellas montañas mordidas por la mano del hombre. Era todo tan
diferente, tan duro. Así sería el temple de aquellos, capaces de ser enterrados
vivos, en el fondo de una mina durante horas, para ganarse un jornal.
Descubrió en esas montañas todas las
tonalidades de marrones y rojizos, que se entremezclaban dándole al paisaje una
belleza singular.
Tuvo la
suerte de que a su lado se sentara una señora muy amable, que al ver su
expresión de asombro, se dirigió a ella para comentarle lo que veían a través
de la pequeña ventanilla. Algunas de esas montañas no eran tales, sino
terreras, residuos que sacaban de las minas y eran llevados allí en camiones,
por estrechas carreteras, muchas veces jugándose la vida.
Vio una
montaña cortada a tajos, “El cabezo rajao” le decían. Había sido explotada a
pico por miles de esclavos en tiempos de los romanos, para sacar de sus
entrañas la riqueza de los minerales que encerraba.
El tren hizo
una parada en La Unión y vio de lejos un magnífico edificio que le llamaban El
mercado. Dedicaría algún tiempo a
conocer esa ciudad, sus edificios, sus rincones interesantes y a sus gentes.
La siguiente
parada fue muy curiosa. Dos pueblos separados por la vía del tren. Si vivías en
un lado eras del Llano y si en el otro, pertenecías a los habitantes del Estrecho
de San Ginés, según su vecina de asiento, patrón de Cartagena. Eso sí, tenían
una sola estación para los dos, allí se apeó la señora, no sin antes ofrecerle
su casa y prometerle alguna visita pues
eran pocos los kilómetros que faltaban para Los Blancos y se podían hacer a
pie.
Al
llegar a su destino vio que solo había un apeadero, pues el tren seguía hasta
un pequeño pueblo de pescadores, donde algunas familias de la zona, pasaban los
meses de más calor, llamado Los Nietos
La mañana era calurosa, sin nubes, un sol
brillante la iluminaba. Desde el altozano en que se encontraba el pueblo se
veía el mar. Un mar sin olas y muy azul, separado del Mediterráneo por una
barrera natural. Parecía un cristal en el que se reflejara el cielo. Hacia el
este, el cabo de Palos. Su mirada se detuvo en unas ruinas, cerca de la carretera,
en lo que parecía haber sido un monasterio.
De
camino a la escuela, fue recogiendo flores silvestres para adornar la clase. Estaba nerviosa, todo era nuevo,
empezando por el clima, ya le sobraba la rebeca, que se echó sobre los hombros.
El pueblo tendría a lo sumo unas 20 casas. Cuando fue acercándose salieron a
recibirla mujeres y niños y algunos hombres jóvenes aun, que no podían trabajar
por estar afectados de silicosis, enfermedad que según le dijeron estaba
producida por el polvo del mineral y que afectaba a los pulmones.
Todos
estaban contentos, deseosos de agradar a la maestra. Contó 15 niños que corrían
alborozados a su alrededor. Eran gente sencilla, con rostros ajados por el sol
y el trabajo. La llevaron a la escuela. Allí habían preparado un pequeño desayuno que disfrutaron todos. Ese día no hubo clase, se dedicó a
hablar con las familias y a ordenar un poco todo aquello.
Esa tarde había quedado con el compañero del
Llano para cambiar impresiones sobre el primer día. Con él, quería conocer
Cartagena, La Unión y la sierra. Le agradaba mucho y en su compañía no se
sentía tan sola
Pasaron
los días, cada vez estaba más contenta de su suerte, Los atardeceres eran
magníficos. Hacia poniente estaban las montañas y cuando el sol caía sobre
ellas, centelleaban como miles de cristales, entonces todos los colores marrones, ocres, rojizos y
hasta grises, se hacían más intensos. Era grandioso aquel paisaje y aterrador
al mismo tiempo. Tanta belleza en la superficie y a muchos metros bajo tierra,
otros hombres andaban en la semioscuridad que daban las lámparas de carburo,
arrancando el mineral, con barrenos, picos y una cadena de vagonetas que
transitaban por raíles cada vez más profundos.
El
domingo que quedaron para recorrer los alrededores de La Unión, se bajaron del
tren en un apeadero llamado La Esperanza. La riqueza de la zona había sido la
Galena Argentífera, mineral del que se sacaba el plomo y la plata. Desde los romanos,
se habían hecho negocios con ellos. También la Blenda se daba bien por esas
tierras, extrayendo grandes cantidades de Zinc.
Se
dieron cuenta de que la minería tradicional había dejado de ser importante, pues
se veían muchas minas abandonadas, con su castillete en ruinas.
Fueron
a desayunar a un bar de los alrededores y el dueño les comentó que había nuevos
métodos para extraer de los estériles acumulados los preciados minerales, siendo
más rentables que la minería tradicional.
Otro
día visitarían la cantera Emilia y Portman. El Portus Magnun de los romanos,
por donde sacaban la plata en barcos para financiar con ella las legiones del
imperio.
El
tiempo en la escuela transcurría sin sobresaltos, los niños eran buenos y se
aplicaban con interés en todo lo que aquella maestra joven les enseñaba.
Hasta
que un día llego una noticia que conmociono a todos los vecinos. Era una orden
por la que debían trasladarse al Estrecho de San Ginés, allí les darían casas nuevas
porque debajo de su pueblo y adentrándose, según decían, en el Mar Menor,
habían encontrado una buena veta de mineral, que se iba a explotar para riqueza
“de todos”.
Pues
allá se fueron los vecinos y la maestra. Este era un pueblo más grande, con una
iglesia a la que se accedía por medio de una escalinata. En él había ya dos
maestros y como siempre pasa, a ella le tocaron los más pequeños por ser la
última en llegar. Estaba contenta a medio día podía dar paseos con el compañero
del Llano
El
día que fueron a ver Portman, quedaron desolados. Lo que había sido un gran
puerto y una bonita playa, era ahora un fangal de estériles causados por un
lavadero de mineral llamado” Roberto”. ¿Cómo habían podido ser las autoridades
tan inconscientes? ¿Por que habían dejado perder tanta belleza? ¿Volvería algún
día a ser como se veía en las fotos que le enseñaron los vecinos?
Todo
iba bien en la nueva escuela, pero a ese curso aun le quedaba un suceso más que
trastorno la vida de todos los maestros de la zona. Por fin se iba a cambiar el
viejo tren de carbón por un “Automotor”, así lo llamaban, que haría el mismo
trayecto. Hasta aquí todo bien, estupendo, ya era hora de que jubilaran a la
pobre maquina que al subir la cuesta de la Esperanza, casi no podía y los
jóvenes se bajaban para ir andando a su lado, hasta que el maquinista gritaba
“Los maestros que suban”.
Bueno,
a lo que iba, no llevaba funcionando ni
15 días, cuando al nuevo tren se le rompió una pieza y tardó en llegar más de
tres meses. Ya no tenían medio para llegar a las escuelas de la zona. Pero los
jóvenes buscaron otra alternativa. En autobús hasta La Unión, después andando
hasta la Venta del descargador donde esperaban que pasara el médico del Llano,
algún dueño de minas con coche y chofer, o incluso y lo más frecuente, los
camiones de mineral. Los camioneros siempre paraban, eran gente entrañable,
buena de verdad, les daba pena ver a los jóvenes sin poder llegar a su trabajo y andando por
la sierra en los meses más fríos, pues el “Automotor” se rompió de Navidad a
Semana Santa. Todo un reto.
Otro
domingo lo dedicaron a ver los edificios que habían construido en Cartagena,
algunos de los mineros a los que le sonrió la fortuna. Eran todos de estilo
modernista y a cual más soberbio.
Como
le costaba a la joven creer que esos edificios los hubieran mandado construir
los mineros ricos, la llevo a la puerta de uno situado en la calle Mayor y vio
tallados en madera, como si de una filigrana se tratara, los instrumentos que
usaban en su trabajo.
Haciendo
turismo y enseñando a sus alumnos acabaron el curso y al año siguiente,
volvieron a pedir los mismos destinos. Se quedarían en la zona,
No
paso mucho tiempo, sin que sonaran campanas de boda, era lo natural, solo les
separaba “Una vía”.
Al
final la veta de Los Blancos no llego a explotarse, solo quedan las ruinas de
algunas casas y los recuerdos en la memoria de aquella joven maestra y sus 15
alumnos.
Ellos
contarían todo esto a sus hijos y así Los Blancos, no sería “Un pueblo olvidado”