Este
año, como todos desde hace tiempo, voy a pasar mis vacaciones (no debería
llamarlas así ya que los jubilados disfrutamos de vacaciones continuadas) en un
pueblo de la costa, con lugares bonitos para excursiones y también playas de
arena fina por las que dejar mis huellas cuando el sol sale por el horizonte
para hacerme compañía.
Soy
viudo, no tengo hijos y mi compañera se fue demasiado pronto dejándome en la
frontera de la nada, ni joven para empezar una nueva vida que no me apetecía,
ni mayor para sentarme a contemplar añorante mis recuerdos.
Sigo
haciendo las mismas cosas que hacíamos juntos y una de ellas era recorrer el
litoral, cada año en una playa distinta.
Las
casas de alquiler para poco tiempo suelen ser muy parecidas. Pocos muebles, más
bien baratos y feos. Sólo lo imprescindible, sin personalidad, sin recuerdos de
anteriores inquilinos, sin ese olor que guardan las casas cuando son habitadas
largo tiempo.
Por eso
contraté la oferta que vi en Internet y decía así: Matrimonio alquila su casa
situada en un pueblo de la costa a 5 km del mar, por tener que viajar a Francia
a ver a su hija que ha dado a luz (muchas explicaciones me parecían). Nunca lo
hemos hecho. Cuídenla como si fuera suya y, por favor, no toquen nada de la
biblioteca. Tiene un gran valor sentimental.
El
anuncio les costaría una pasta, muy agobiados debían estar pues se notaba a la
legua que el solo pensamiento de que personas ajenas tocaran, usaran y tuvieran
sus cosas les parecía poco menos que una violación.
Habían
tenido suerte. Por mí no habría problemas, respetaría su voluntad.
El
coche me llevó directamente a la puerta (milagros de la tecnología). Lo primero
que me sorprendió fue lo bien cuidada que estaba. Tenía un pequeño jardín con
muchas flores en jardineras y en maceteros distribuidos elegantemente. Tendría
que cuidarlo y eso me gustaba. No más de seis escalones lo separaban de la
puerta principal. Era una vivienda unifamiliar, antigua, con clase. El interior
tampoco me defraudó. Tapicerías, cortinas y muebles denotaban un gusto
exquisito. Allí latía la vida, se podía percibir el olor de otras personas, el
cariño por cada uno de los objetos. Su espíritu seguía estando allí aunque
ellos estuvieran lejos.
Dejé el
poco equipaje en el dormitorio. En un jarrón, sobre una pequeña mesa, se
consumían las últimas flores que pusieron antes de irse. Era como un detalle de
bienvenida y también como una advertencia: Éste es nuestro hogar, respétalo.
Cada
vez estaba más contento con mi elección. Iban a ser unas vacaciones distintas,
sentí que la casa me acogía sin recelo.
Al
fondo del pasillo había una puerta cerrada, al abrirla no pude contener un ¡Oh!
de admiración. Era un lugar mágico. Con las contraventanas entornadas, los
pocos rayos de sol que se colaban iban iluminando estanterías llenas de libros,
todo muy ordenado y limpio. Una mesa de camilla y dos butacones completaban la
decoración que, con la lámpara de pie, formaban un bonito rincón para pasar las
tardes de invierno con un libro en la mano.
Al
mirar una pequeña estantería que había al lado de la puerta los vi. Eran varias
maquetas de barcos antiguos hechos a mano, en madera. Me acerqué para
examinarlos con más detalle y quedé fascinado con el que ocupaba un lugar
principal. Era una goleta. No le faltaba detalle. Había sido hecha por manos
expertas y con mucho cariño. Sus dos mástiles bien erguidos. El más alto, el de
mesana, tenía su aparejo formado por las velas áuricas (cangreja y escandalosa)
y las de cuchillo (foques y velas de estay), es decir, velas dispuestas en el
palo siguiendo la línea de la crujía, de proa a popa en vez de montadas en
vergas transversales como las velas cuadradas.
Para un
antiguo marino como yo, enamorado del mar, encontrar un tesoro así en una casa
de alquiler rayaba en lo impensable. Pero ahí estaba.
El
timón manejable a la popa con su pala que se supone sumergida. Una pequeña
ancla unida por la soga al cabrestante que giraría dócilmente al sumergirse
ésta en el agua. Pero aún tenía más detalles, Las velas muy blancas y
proporcionadas, le daban un toque de elegancia y categoría a la maravillosa goleta.
Las
puertas que daban paso a las bodegas y a los camarotes, colocadas sobre
pequeñas elevaciones horizontales, se desplazaban dejando al descubierto unas
pequeñas escaleras de las que colgaban sendos faroles que se encendían al
abrirlas.
No sé cuánto
tiempo permanecí extasiado mirándola. Tenía que conocer a los dueños de la casa
y darles las gracias por los días que me habían dejado disfrutar de su hogar y
de todas esas maravillas.
Cuando
se cumplió el tiempo de mi alquiler me trasladé a la pensión del pueblo. Tenía
que conocerlo, que me enseñara su arte, le pagaría por ello, no me importaba
quedarme, alquilaría allí una casa y pasaría el invierno. No había nada que me
atara a otro lugar y allí había encontrado lo que buscaba desde hacia tiempo,
una nueva ilusión en la que emplear lo que me quedara de vida
Todas
las mañanas pasaba por la puerta de aquella casa mágica que fue mía por un
tiempo, buscando en las ventanas signos de vida dentro.
Un día
lo vi salir. Tendría más o menos mi edad. Me acerqué a presentarle mis respetos
comunicándole la idea de quedarme si él me aceptaba como alumno. Me di cuenta,
después de las presentaciones, que solamente hablaba yo, comentando lo bien que
había estado en la casa y sobre todo alabando los barcos de madera. Él
escuchaba con una sonrisa tímida, como el que recibe felicitaciones que no
merece.
Cuando
terminé de expresarle todo mi entusiasmo, sonrió divertido y me dijo: Está
usted en un error, yo no entiendo nada de barcos. Ésos y muchos más que va
regalando a los amigos son obra de mi mujer. Su padre era marino y ella también
lo hubiera sido de haber nacido en esta época. Entonces enfocó su pasión por la
construcción de maquetas de barcos antiguos con los que ha ganado varios
premios, el más importante fue precisamente la goleta. Pero ella no está aquí.
Yo sólo he venido a darle una vuelta a la casa y a ver cómo se había portado
nuestro inquilino y le felicito de corazón pues todo está como lo dejamos.
Yo
vuelvo a Francia donde pasaremos todavía una larga temporada. Si tuviéramos
necesidad de alquilarla de nuevo no lo dude, usted sería el elegido.
Nos
despedimos amigablemente. El verano no fue baldío. Disfruté de una hermosa casa
y había encontrado algo que despertó mis ganas de volver a vivir, no dejarme
arrastrar hacia la nada como estaba haciendo, sin ilusiones, sólo viendo pasar
los días. Quería trabajar la madera y llegar a hacer barcos como los que me acompañaron durante estas
vacaciones.