sábado, 25 de diciembre de 2021

 

   EL CORAZÓN HELADO

 

¿Cómo se puede seguir viviendo con el corazón helado? Por dentro no siento nada. Los sentimientos, los deseos, los afectos se quedaron ahí congelados. Hacia fuera todo es fingido, mentiras, hipocresía a la que me aferro con todas mis fuerzas para seguir viviendo, para que no lo noten. Todo sigue rodando quiera yo o no, empujándome, sintiendo que tengo que aprovechar hasta el último segundo porque yo también voy a morir, tengo que dejar de mirar al pasado, pero, ¿Cómo se puede conseguir eso cuando te han tenido engañada casi 40 años?

Era el mejor amante, el mejor amigo y compañero, un hombre sensible sin dobleces, eso creía yo, hasta aquella maldita tarde en la que con lágrimas y con el corazón desbocado lleno de cariño, abrí su armario, no había podido hacerlo desde el día de su entierro. Me rodeé de su ropa, la besé, la abracé, aun olía a él. Todos me decían que me deshiciera de sus cosas, pero no pude. Pasé horas perdida rodeada de ese montón de ropa tan querida, con recuerdos cada vez más vivos que me dejaban el corazón roto.

Al coger una de sus chaquetas, busqué en los bolsillos, muchas veces me dejaba en ellos mensajes de amor. No debía de haberlo hecho, había muerto y todo había muerto con él, sus cosas, su ropa, me resistí a ello y lo pagaré mientras viva.

Encontré una carta dirigida a mí, la abrí con ansiedad, estaba fechada días antes del accidente.

Decía que se iba, que me abandonaba, que lo sentía porque había sido una buena “compañera” pero que hacía mucho tiempo compartía sus “otros pedazos de vida” con una mujer a la que amaba con locura, como nunca me había amado a mí y ya no soportaba seguir fingiendo más.

Seguramente le faltó valor para entregármela. La pensaría dejar, como tantas veces los mensajes de amor ardientes, en la mesilla y cuando yo la leyera ya estaría lejos. ¡¡¡Cobarde!!! No tuvo el valor de dar la cara, me había hecho demasiado daño y sabía que no le perdonaría.

La vida no cuenta con tu idea del tiempo y aquel camión se lo llevó por delante sin importarle cuantas personas podrían sufrir por ello.

Allí, rodeada de sus cosas, pasé mucho tiempo pensando lo que debía hacer y decidí no hablar, no hacer más daño, guardaría el secreto aunque tuviera que vivir con el corazón helado.

 

 

 

 

LOS PACIENTES DEL Dr. GARCIA

 

En la puerta del primer piso de aquel pueblo perdido entre montañas, solo ponía Dr. García, en una placa de metal ovalada que le daba gran prestancia a la puerta bastante deteriorada por el paso del tiempo y los pocos arreglos.

El hubiera preferido un bajo, para comodidad de sus pacientes, pero en el pueblo todos estaban ocupados por negocios familiares. Precisamente en su bajo había una panadería que le daba un calorcito muy agradable en las noches frías pero también bastantes disgustos con los propietarios a causa de sus pacientes.

El Dr. García terminó la carrera pronto y, como es natural, empezó a ejercer con una gran ilusión hasta que una mala experiencia con un paciente enfurecido, que le dio una terrible patada en “salva sea la parte”, lo dejó traumatizado y algo más por muchos años.

Como he dicho, con los vecinos del bajo todo eran problemas. Se quejaban de los ruidos y el jaleo que armaban los pacientes por la escalera y no solo ellos, también sus acompañantes hablándoles a gritos y de forma soez, parecía mentira que los tuvieran a su cargo y nadie les reprendiera su conducta.

Los panaderos también murmuraban de lo poco aseados  que iban los pacientes, el mal olor se metía por las rendijas y temían que estropeara el pan, también estaba  la suciedad que dejaban en la escalera y que el Dr. García, presuroso, limpiaba.

Venían a llamarlo a cualquier hora del día o de la noche, solo estaba él para atenderlos en muchas millas a la redonda. Entonces era mucho peor, tenía que desplazarse hasta donde ellos estaban y los pacientes, al estar en su hábitat, eran aun más agresivos.

El pobre Dr. García era de baja estatura y redondo como un tonelito, eso le dificultaba algunas veces llegar al sitio donde tenían el mal sus pacientes, en esos casos se subía a un taburete, con lo cual perdía mucho su imagen y su dignidad. Un día, uno de ellos le dio un golpe seco al escabel cayendo el pobre Dr. al suelo y dándose un buen coscorrón, todo esto en medio de las risas y chuflas del acompañante.

Fue entonces cuando tomó la decisión. Debajo de la placa de metal que había en la puerta puso el siguiente letrero: Solo se pasará consulta a los pacientes que midan menos de medio metro.

La clientela descendió de tal manera que tuvo que trasladarse a probar suerte en otro pueblo.

Ah, se me había olvidado decir que el Dr. García era Veterinario.