sábado, 10 de octubre de 2020

 EL MAR PEQUEÑO.

A principio de los años 60 del pasado siglo, cayó en mis manos propaganda de “La Manga Un Paraíso”. Eso decía el folleto y allí me fui. Era impactante ver esa lengua de roca donde chocaban las olas dejando su espuma en una tierra amarilla de dunas. Pero lo que más me llamó la atención fue que delante de esa muralla había otro mar, casi cerrado, sin olas, y en su interior tenía islas que se reflejaban en él como en un espejo. Seguramente se habrían replegado detrás de la muralla huyendo de los fuertes oleajes.

Mi idea era disfrutar las vacaciones en alguno de esos pueblecitos costeros, que inicialmente habrían sido solo de pescadores, y hacer excursiones para conocerlos todos. Me sorprendieron tantas palmeras casi a orillas del agua salada. Vi un volcán apagado al que las rocas en su cima, daban la forma de un dragón.

El primer baño fue increíble, el agua cubría poco, llegué nadando hasta una zona en que se hacía más oscura. El paisaje submarino era maravilloso, algas danzantes, pececillos con rayas negras, caracolas que dejaban una senda en la arena del fondo y hasta un caballito de mar que se me acercó con graciosos movimientos, sin temor. Al salir a la orilla y secarme un poco al sol, tenía la piel blanca de sal. Fueron unas vacaciones estupendas, pero pasaron cosas en mi vida que me impidieron volver.

Un día leí en la prensa una cosa que no podía creer. Ese mar pequeño, ese precioso lago azul se estaba muriendo. Ya no había algas, ni peces, ni caballitos de mar. En la foto tenía un color marrón grisáceo. ¿Cómo habían podido destruir esa maravilla?

Desperté sudando, había sido solo una pesadilla, ese verano decidí volver a pasar allí mis vacaciones.

lunes, 5 de octubre de 2020

LA VIDRIERA    noviembre de 2017

 

 

Tengo 50 años, soy soltera y odio viajar. En los viajes por muy programados que estén, suelen surgir imprevistos y a mí, me gusta tenerlo todo controlado. Es una manía, ya lo sé, pero cada cual tiene la suya.  Me refugio en lo seguro en lo conocido, no he querido sobresaltos en mi vida. Por eso creo que no me he casado.

 Así pensaba era yo, pero algo se salió de mi control.

Trabajo en una parroquia, soy la sacristana. Un oficio monótono, donde los ritos solo cambian con las estaciones, Don Felipe, el párroco, es ya muy mayor. Un día recibió una carta y ahí empezó todo. Un familiar le decía que su hermano estaba grave, me pidió, casi suplicando, que lo acompañase, pues no tenía muchos amigos que pudieran perderse una semana de trabajo. Dejó la parroquia en manos del sacerdote que nos habían mandado para que le ayudara al cual di las instrucciones pertinentes para que nada cambiase hasta mi regreso

Me pase el fin de semana mirando mapas, buscando las rutas más rápidas y seguras. No dormía, pensando en todas las cosas imprevisibles; perdernos, quedarnos sin gasolina en una carretera olvidada, que un animal me hiciera perder el control del coche… en fin todos los supuestos negativos que podía imaginar  mi cansada cabeza.

Y aquí estoy, viajando a la castilla profunda, en un coche pequeño, que no ha hecho más de 100Km seguidos y como es de suponer, yo tampoco. Pero Don Felipe se lo merecía,

Me iba gustando aquello, el durmiendo y en el casette siempre los mismos discos. Pasamos por pueblos olvidados, pero todos tenían su iglesia en mejor o peor estado.

Llegamos a media mañana, salude a la familia y me fui a dar una vuelta por el pueblo. Ya desde lejos me llamo la atención el gran campanario  y hacia allí dirigí mis pasos. Eso era terreno conocido y no esperaba sobresaltos.

No tenía mucha luz, fui recorriendo las capillas, hasta llegar al altar mayor: Un Cristo, unos Santos, el Sagrario, en fin lo de siempre.

Iba ya a darme la vuelta, cuando una voz saliendo de la oscuridad dijo.  No se vaya, espere es casi la hora. ¿La hora de qué? Dije yo. No hable por favor, solo mire al fondo del Altar Mayor.

De pronto como si de un milagro se tratara, entro un rayo de sol a través de la vidriera, que hizo saltar chispas al metal que los unía, Conforme se iba desplazando aparecían nuevos detalles en aquella maravilla de cristal,  que sin ese potente foco serian invisibles.

Tuve que sentarme, mareada de tanta belleza. No sé de quién fue la voz, pero se lo agradeceré toda mi vida.

Aquello era imprevisible. Desapareció la luz y me quede un buen rato pensando, en aquella iglesia oscura. ¡Cuántas cosas me había perdido, por querer controlarlo todo! La vida hay que dejarla discurrir,  porque no sabes que va a pasar en el minuto siguiente, seguir tu camino, con sobresaltos o monotonía, según toque, esperando paciente, que surja en ella otro destello que te haga vibrar.

 

 

 

 

 

 

  

domingo, 4 de octubre de 2020

 

         LA DESPEDIDA

Escena para dos mujeres, madre e hija.

La escena se sitúa en un cuarto de estar de clase media. Hay dos butacones y entre ellos una mesa en la que está preparado un servicio para infusiones.

Música suave y nostálgica.

Las mujeres están sentadas en los butacones. La tristeza se percibe en la escena.

Madre--- (la voz se le quiebra) Ya estoy aquí, ya acabó todo, será incinerado como quería, nos llamaran. (Suspira) Hija, no tengo siquiera el consuelo de poder darte un abrazo.

Hija----Mamá, toma un poco de tisana. Te hará bien. Cuéntamelo todo. ¿Te reconoció? ¿Preguntó por mí? ¿Estaba tranquilo? ¿Le dijiste que no me dejaron ir?

Madre--- Por favor hija, no me atosigues. Aquello era un horror. Médicos, sanitarios, todos corriendo de un lado para otro. Los pobres no daban abasto. No cariño, no me conoció, estaba sedado. Le cogí la mano y creo, o eso era lo que quería creer, me la apretó por un instante. No pude darle el último beso, de tantos aparatos como tenía puestos. Estate tranquila, no hemos podido estar con él, pero lo han cuidado bien.

Hija---Mamá, nos consolaremos pensando que ha muerto haciendo lo que quería. Hasta el día en que le detectaron el virus, estuvo en su puesto en el hospital

Madre--- ¿Te acuerdas cuando les decía a sus pacientes. Tu déjame tu cuerpo que yo te voy a entregar toda mi alma? Pues eso hizo, entregar su vida por la profesión que adoraba.

Hija--- ¡Cuantos días en mi infancia y sobre todo en la adolescencia, lo necesitaba y estaba en el hospital! Por eso decidí no ser médico como él, aunque ya sabes que siempre fue mi ídolo. Pero en ese momento no entendía que otras personas lo necesitaran más que yo.

Madre---A pesar de todo, se multiplicaba para atendernos y los ratos con él, aunque fueran cortos, los llenaba de tanto amor y ternura que no los cambio por otros de días enteros juntos y vacios.

Hija---Tienes razón, ha sido un padre maravilloso. (Sonríe) No sé cómo se las arreglaba, pero nunca faltó a una función del colegio, a una reunión de padres…

Madre---Ya solo recordaremos los buenos momentos que pasamos con él. Los malos, que también los ha habido como en todas las vidas, esos ya no existen.

Hija---Tienes razón mamá, tenemos que dar gracias por haberlo conocido y haber podido disfrutar todos estos años con él.

 

 

 

LA TERRAZA DE VERANO

Se oía una música agradable y pegadiza en la terraza donde quedábamos los veranos para continuar con lo que nosotros llamábamos “una relación intermitente”.

Había quedado con él para cenar y pasar juntos nuestro mes de vacaciones como llevábamos haciendo ya varios años, pero llegué bastante antes. Me gustaba disfrutar sola del ambiente bullanguero de los jóvenes, de esos farolillos que colgaban de los toldos movidos por la brisa y de ese sol rojizo que parecía destilar sangre sobre el mar, hasta que éste, enojado por la osadía, se lo tragaba poco a poco.

El olor a sal era tan intenso que apagaba incluso el de los espetones de sardinas que se hacían a fuego lento en la arena. En ese atardecer mágico la vida bullía a mí alrededor y por primera vez sentía que pertenecía a ella.

Todo estaba igual, sólo yo había cambiado, la enfermedad me hizo cambiar, me di cuenta de lo grande que era mi soledad, ya no me satisfacían esos amores intermitentes,  lo necesitaba a mi lado. Había comprendido que la libertad que tanto ansié podía ser también una libertad compartida, cediendo unas veces y ganando otras,  pero siempre juntos. ¡Cómo había podido estar tan ciega!

En aquellos meses horribles me di cuenta de lo grande que era mi amor por él, tanto, que me dolía más su ausencia en el paso lento de los días, que la  propia enfermedad.

Hoy le diría que sí, que tenía razón, que debíamos vivir juntos,  que había sido una loca por no escuchar sus ruegos con los que intentaba convencerme cada verano, de lo maravilloso que sería amanecer abrazados todas las mañanas del año y no solamente la triste limosna de un mes.

 El tiempo pasó sin darme cuenta. Estaba nerviosa. Se encendieron los farolillos de colores en  los toldos, cambió la música, se hizo más lenta y yo esperaba….

Fueron llegando parejas haciéndose arrumacos ¡Qué envidia me daban! Se incorporaban a la música con un abrazo que quería ser un baile, pero que en realidad era, o a mí me lo parecía, dejarse llevar por la vida en brazos del otro. Esta noche también yo bailaría así, meciéndome con la música y las olas hasta el final.

¡Qué tonta había sido!

Acabó la música, la gente se fue yendo. Me asustó el sonido de los camareros recogiendo las sillas. En mi desconsuelo alcé los ojos hacia una estrella grande y brillante para que no vieran mis lágrimas.

ÉL NO VINO.

sábado, 3 de octubre de 2020

 

LA ESTATUA

 

Está amaneciendo. Es 2 de Mayo de 1927. Mi día, mi gran día, después de tantos años soy de nuevo el protagonista. Estoy en lo alto de un pedestal de mármol blanco, con la placa, la concha del apuntador, un pequeño parterre con flores, una fuentecita y encima de todo yo Isidoro Maiquez Rabay  fundido en bronce, con traje goyesco, ademan teatral y una gran capa. Me esculpió Ortells, no he quedado mal, pero con este traje algunos ignorantes pasando los años me han confundido con un torero. Mejor hubiera quedado de Otelo, mi personaje favorito. Hasta el gran Talma me dijo: Eres mejor Otelo que yo mismo. Y eso es un gran halago Pero, en fin no me quejo, represento una gran figura declamatoria.

Me han colocado mirando hacia el mar, no lo veo pero sé que está allí porque en esta ciudad nací y disfruté correteando por sus calles hasta la mocedad.

Estoy en el centro de la plaza, no me merezco menos, ya era hora de que mi ciudad se acordara de uno de sus más preclaros hijos.

Desde bien temprano está llegando gente, a media mañana el público ya lo invade todo, veo balcones y terrazas con colgaduras, llenas de personas de todas las edades, hasta el gobernador Civil ha venido, no podía ser de otra manera, A la cabeza va  D. Alfonso Torres, Alcalde de la ciudad, al que le agradezco este monumento, después los concejales, militares de alto grado, representación del cuerpo consular y de  toda la sociedad cartagenera.

Suena música española a cargo de la banda del tercer regimiento de infantería de marina. A mi alrededor habían depositado tal cantidad de coronas de flores, que don Alfonso se vio un poco apurado al acercarse y descubrir, ante los atónitos ojos  de sus conciudadanos mi escultura.

Empezaron a leer glosas en mi honor, pero la que más me gusto fue la el Alcalde, Un ingenioso discurso, sí señor. Lo más emotivo fue el final  cuando el gran barítono Marcos Redondo cantó el himno a La Libertad de la zarzuela la Calesera. Se creó en la plaza una atmosfera difícil de describir, sobre todo por mí, que nunca he sido muy dado a esas efusiones del espíritu, pero tengo que reconocer que también participe de esa emoción, aunque con el paso de los años se haya popularizado en esta ciudad el dicho: Eres más duro que Maiquez. En aquel momento, porque ya era solo estatua, que si no alguna lagrima disimulada se me hubiera escapado.

Llego la noche me fui quedando solo y pude entretenerme en contemplar donde estaba. En esta plaza antes había un convento de los padres Franciscanos, de ahí su nombre, que fue víctima de la desamortización de Mendizábal y seguramente al quedar abandonado y ruinoso, lo demolerían para dar paso a esta céntrica plaza. Desde aquí veo paseos centrales de cemento, parterres con palmeras y otros árboles que cuando se hagan grandes darán buena sombra en verano. Lo que más me gusta son los puestos de las floristas de piedra y hierro forjado, llegan temprano con sus canastos llenos de macetas y flores. Hay mucho bullicio en esta plaza.

Y así fue pasando el tiempo, ya casi nadie se paraba a contemplar mi estatua, solo los niños que jugaban en la plaza me hacían compañía.

En verano las vecinas sacaban sus sillas a la puerta, algunas veces había verbenas, música, gente bailando, parecían felices. Y paso por encima de todos ellos la vida. Yo les veía crecer, hacerse mayores, desaparecer de este teatro en el cada uno tiene su papel.

Un día empecé a notar algo raro en el aire, había tensión, gritos, insultos, la palabra maldita GUERRA volvía a oírse. ¿Guerra contra quien? ¿Otra vez los franceses? No, esta vez era mucho peor, españoles contra españoles. Me llamaron afrancesado aunque solo quería llevar la cultura a este gran pueblo tan falto de líderes, donde el pensamiento fluyera libre, pero parece que no lo conseguimos, ni yo, ni ninguno de mis contemporáneos por mucha fe que pusimos en ello.

Comenzaron a cavar en la plaza un refugio para esconderse cuando llegaran las bombas, esas que caían desde el cielo. No habíamos aprendido nada. Una guerra no la gana nadie y cuando todo pasa, las personas no tiene tiempo ni ganas de pensar, de revelarse, bastante hacen con subsistir y entonces se instala en sus mentes la cultura del vencedor.

Pasaron los años y volvió el bullicio a la plaza, marinos de uniforme blanco o azul, según la estación. Chicas paseando carritos con niños, limpiabotas, fotógrafos ambulantes, pintores que allí mismo realizaban sus obras y en una pequeña subasta las vendían. Se notaba que eran tiempos duros para muchos. El cine tomaba fuerza en detrimento del teatro. Hasta una sala llamada Teatro Maiquez pasó a ser Cine Maiquez, por lo menos conservaron mi nombre, después de dos siglos casi nadie se acordaba de quien fui yo. La vida, cambia pero los niños seguían en la plaza, en verano tomaban Chambis sentados a mi alrededor y protegidos del sol por aquellos pequeños arboles ya convertidos en grandes y señoriales monumentos.

Un día decidieron cambiar el suelo de la plaza, le pusieron trozos de mármol de muchos colores, no me gusto nada, además la gente se resbalaba, ¡cuántos vi caerse al atardecer cuando el lebeche viene cargado de humedad! Pero a mí me dejaron presidiendo la plaza, faltaría más, aunque los trabajadores me miraban de reojo y hacían mofa de mi indumentaria. ¡Hasta donde llegaba la incultura! ¡Yo que había modernizado el teatro!  Yo que había sido uno de sus ciudadanos más importantes, ya nadie se acordaba de mí. Solo los niños me acompañan, los más osados trepan por mi capa hasta llegar a sentarse en mi brazo. Siempre he sido un hombre duro, con un genio endiablado pero mis biógrafos tendrán que añadir esta debilidad mía por los niños de esta plaza.

Un día me sorprendió un pequeño grupo de personas depositando una corona de laurel a mis pies, no me habían olvidado. Recitaron poemas, hicieron algunas escenas, yo estaba ilusionado, orgulloso, pero pensé  esto será pasajero, pronto me olvidaran de nuevo. No fue así, siguieron todos los años y hasta representaban escenas de mi vida, era estupendo ver otra vez a Moratín, a mi querida Antonia y a mí mismo en animada charla. Pero mucha gente seguía sin saber quién era yo.

Otra vez iban a remodelar la plaza, la verdad es que le hacía falta. Un día veo venir a unos trabajadores que poco a poco van desmantelando mi monumento, será para ponerme en otro sitio más principal pensé y por fin cambiaran la placa para que todo el mundo sepa quién fui yo. Pero no, me montaron en un camión camino de un almacén. ¡No me merezco esto! Allí estuve guardado, no sé cuánto tiempo hasta que un día me volvieron a llevar a la plaza, pero no podía creer lo que veía, habían instalado el monumento al fondo, entre dos grandes árboles. Un monumento que había sido ideado  para ser visto por ambos lados y poder dar la vuelta a su alrededor. Allí me colocaron. Ah, rompieron la concha del apuntador que aun sigue sin arreglar.

Pero no todo fue  malo. A partir de entonces, se juntan los actores y el público el día del teatro, También celebraron con escenas ambientadas en mi tiempo, los 200 años de mi nacimiento y niños, jóvenes y mayores se reúnen aquí, para declamar y darle valor a este arte tan importante para la cultura que es el arte dramático, viviendo otras vidas entre palabras y versos.

Para redondear mi feliz estado de ánimo, han puesto hace poco un Tótem a mi lado en el que por fin explican quien fui y algunas de las muchas cosas importantes que hice para engrandecer este maravilloso arte que es el Teatro. Mi vida no ha sido en vano.

Gracias ciudad de Cartagena y ¡¡Que viva el teatro muchos siglos más!!