CAMPANILLAS
AZULES
Aquella
escapada de fin de semana prometía. Nos íbamos a encontrar en un hostal de
montaña. Cada vez en un sitio distinto para no despertar sospechas. Llegué un
día antes para saborear intensamente la espera y hacer con la imaginación un
poco más largo el tiempo que íbamos a estar juntos.
La
tarde estaba despejada, la montaña me atraía. Cogí mi equipo y salí a disfrutar
de la naturaleza. No hice caso de las palabras del conserje: se está formando
una tormenta, dijo. Pensé que una tarde leyendo y haciendo gasto en el bar era
más atractiva para él.
El
sendero discurría entre pinos y árboles centenarios y subía como una cinta
blanca rodeando la montaña. Varias veces paré a descansar admirando el paisaje
y sintiéndome poderosa. Allí arriba mi vida no era un caos. Había belleza, paz
y, sobre todo, un silencio que permitía oír la voz interior a menudo silenciada
por el ritmo frenético de la ciudad y que me decía lo que no quería escuchar,
que esa relación no conducía a ningún sitio. Allí lo vi claro, en mi interior
estaba decidida a romper. Ésta sería nuestra última escapada.
Seguí
subiendo. Quería volver rendida para que el sueño no me fuera esquivo como
tantas noches y me aceptara aunque fuera acunándome con unas “bonitas”
pesadillas.
Ya
cerca del nacimiento del río empezaron a caer las primeras gotas. La tormenta
fue arreciando, el viento y la lluvia no me dejaban ver mas allá de donde
alcanzaban mis pies. Como siempre, no había hecho caso de los buenos consejos y
me había metido de cabeza en un problema.
Pensar
en la vuelta era imposible. El estrecho camino se había convertido en una
torrentera por la que rodaban piedras pequeñas, hojas y ramas que el viento
enfurecido arrancaba de los arboles más débiles.
Seguí
avanzando y casi tropiezo con una cabaña de madera en bastante mal estado pero
que, en esas circunstancias, representaba mi salvación. Con mucho esfuerzo y
varios empujones conseguí abrir la puerta por la que salieron volando algunos
pájaros grandes, o lo que fueran. No estaba en condiciones de escoger, tampoco me
paré a pensar si quedarían más dentro. La cabaña era mi única opción.
Cuando
encendí la linterna llamó mi atención un armario bastante bien conservado,
comparándolo con la destrucción que había a su alrededor.
Me
instalé lo mejor que pude. Llevaba comida y agua en el equipo, entre mis pocas
virtudes se encuentra ser bastante previsora. Antes de meterme en el saco para
pasar la noche, quise ver el contenido de ese armario. Me sorprendió mucho ver
libros, todas las lejas llenas de ellos, algunos ya amarillentos que habrían
sido transportados allí para hacer compañía a otros más jóvenes. Era una buena
forma de pasar las tormentas.
Cogí
uno al azar y me dispuse a disfrutar de él y del gran bocadillo que me habían
preparado en el hostal, dispuesta a que la noche no fuera un rosario de reproches
contra mi mala cabeza y mis locuras haciendo las cosas sin pensar.
El
libro me interesó desde el principio. Trataba de amores antiguos y prohibidos.
Tenía curiosidad por saber cómo lo solucionaba el autor. Al pasar una de las
hojas encontré dos campanillas azules, secas, muy juntas y casi pegadas al
papel. En esa página se narraba un amor desesperado, incontrolable, apasionado,
como yo nunca había sentido. ¿Por qué el lector las puso allí? La volví a leer pero solo encontré en ella
tristeza, soledad, amargura…, todos los adjetivos que para mí no encajan en la palabra Amor.
No pude
evitar que empezaran los remordimientos. ¿Y si él me quería hasta ese extremo?
Siempre era yo la que no quería hacer oficial nuestra relación escudándome en
no perder mí libertad.
Habría
llegado esa noche al hostal y yo no estaría allí esperándole con un gran abrazo.
Ese fin de semana había dejado a su familia por mí y no me encontraría. Un reproche
tras otro hicieron en mi alma una montaña tan grande como la que me separaba de
él.
Esa
noche el sueño me castigó negándose a dormir conmigo y ni siquiera fue capaz de
“regalarme” una de sus horribles pesadillas.
De
madrugada mis sentimientos habían cambiado por completo, o eso creía yo. Mi
idea de dejarlo me parecía monstruosa. Me convencí de que le amaba y, como él
siempre decía, podíamos ser muy felices juntos. Perder mi libertad ya me daba
igual.
Muy de
mañana empecé el camino de vuelta. El sol salía majestuoso por detrás de las
montañas. El paisaje, limpio después de la lluvia, olía a tierra virgen. Pero
yo no apreciaba esa belleza, corría montaña abajo para pedirle perdón y decirle
que tenía razón, que no nos separaríamos más.
Llegué
casi exhausta. Al preguntar en recepción por él solo me dieron un sobre a mi
nombre. Lo abrí con manos temblorosas. Pensé que no había podido venir y me
enviaba una carta de amor y de excusa. ¡Qué equivocada estaba! Escuetamente
decía: “Tienes razón, siempre la tuviste. Tu libertad es antes que nuestro amor
y yo me debo a mi familia. No volveremos a vernos, nos vamos del país, me han
ofrecido un buen trabajo y es el momento de soltar lastre y avanzar”.
Yo era
la que llegué decidida a cortar con él y me hizo cambiar de opinión la magia de
la montaña y las campanillas azules. Iba a ofrecerle desesperada mi amor, sin
saber que era solo un lastre.