RETAZOS
DE UNA VIDA
Está
cayendo la tarde, a través de los cristales del ventanal veo el jardín con el sol
al fondo despidiéndose, los árboles grandes y frondosos, el verde del césped que
contrasta con el colorido de las pocas flores que van quedando en los
parterres, oigo las gotas de lluvia que resuenan fuertes contra las baldosas de
la terraza impidiéndome disfrutar de esta tarde de otoño.
Mi vida
ha sido larga y bastante accidentada. Podría decir trágica en algunos momentos,
pero aprendí a los 18 años que nada de lo que pase es ni bueno ni malo, solo
altera su neutralidad la forma de enfrentarse a los hechos.
¡Qué
paisaje tan distinto es este del que vieron mis primeros años! La ciudad donde
nací era luminosa, con un sol brillante,
un azul intenso en su cielo y en su mar. Tierra seca y dura negando, por
falta de agua, los frutos por los que tanto habían trabajado los hombres.
En esa
edad temprana en la que no tienes definido aun tu porvenir, mi gran ilusión era
ser marino mercante, barcos, agua, viajes, aventuras y libertad. No tuve nada
de esas cosas, hasta la libertad me quitaron en algunos momentos de mi vida.
Cuando
le cuento a mi nieta que me fui voluntario a hacer el Servicio Militar porque
así el tiempo de dedicación a la patria era más corto, me miró extrañada
preguntando ¿Y eso que es?
Sentado
en esta silla de ruedas de la que apenas me levanto, observo mi alrededor
sintiendo que en estos días interminables recordar se ha convertido en mi vicio
favorito.
Aquel
junio con 18 años termine el Bachiller y me incorporé de voluntario al
ejercito, juré la bandera de la republica y no habían pasado dos meses cuando
los militares dieron un golpe de estado, así llamado por unos o el glorioso
alzamiento nacional, llamado así por otros, y yo en medio sin más ideales que
terminar pronto para realizar mi sueño. Ahí empezó mi forma de enfrentarme a los
hechos que no podía cambiar, así sufría menos. Separado de mi familia y metido
en una guerra que no entendía defendiendo la bandera que juré, no tanto por
convicción como por honor a la palabra
dada.
Participé
sin haberlo querido en batallas cruentas, maté a hombres que no odiaba y que
tenían mis mismas raíces, mi misma lengua y si me apuras, la misma religión con
el mismo quinto mandamiento “No matarás”. Todo lo hacía de forma mecánica, como
si no fuera conmigo, dormía, comía y mataba, adaptándome a lo que viniera. A
los tres años llegó la paz, pero no para todos.
La
memoria recuerda los acontecimientos inesperados, no los tediosos y aburridos.
Por eso recuerdo que cuando cruzamos la frontera lo que quedaba del ejército
republicano, nuestros vecinos también republicanos, nos trataban como apestados
y nos enviaban a campos de concentración sin saber que hacer con nosotros.
También
a eso me adapté, era joven, cuando todo acabara podría empezar a vivir, ya
llegaría, no tenía prisa.
Todo mi
ánimo estoico caía en pedazos al pensar en mi familia, sobre todo en mi madre.
Tenía que intentar ponerme en contacto con ellos, poder decirles que estaba
vivo.
Un día
algo cayó del cielo en mi vida, conocí a una joven de la Cruz Roja que venía de
vez en cuando al campo de prisioneros. Por ella supe de los míos y también pude mandarles mensajes de esperanza
y todos los deseos que tenia de volver a verlos.
Cuando
por fin fui libre, salí al mundo en un país extraño que me miraba con recelo.
Aún no podía volver al mío. Trabajaba en lo que fuera para tener comida y
techo. La Cruz Roja nos ayudó a buscar mejores empleos pero teníamos que
cambiar de nacionalidad, me negué a ello durante muchos años.
Estudié,
terminé una carrera, me casé y tuve tres hijos. Lo que no hice por mí, cambiar
de patria, lo hice por ellos, pero en mi corazón sigo siendo de de aquella tierra dura y seca con un maravilloso
cielo azul y un mar con siglos de historia.
Hace
años mi compañera se fue demasiado pronto, una enfermedad rápida se la llevó.
Quise volver a sentir el estoicismo de mi juventud. Nada es bueno ni malo, solo
pierde su neutralidad según te enfrentes a los hechos, si no los puedes cambiar
de nada sirve luchar contra ellos. Pero esta vez no funcionó, era mayor, tenía más
recuerdos que ilusiones, poco a poco me fui dejando llevar por la melancolía y
entonces llenaron mis sueños todos los horrores que siempre había querido tapar
como si nunca hubieran existido.
No
volví a mi tierra, ni a mi antigua familia. Cuando pude no tenía tiempo y
cuando tuve tiempo los que yo quería ver ya no estaban. Sé que mi madre murió
con mi foto en las manos. Ese dolor tanto tiempo negado también tengo que
asumirlo.
Iban
pasando los años. Me dediqué a vivir, levanté esta preciosa casa en un lugar
muy verde con un pálido sol y sin mar. Tengo una familia a la que quiero, pero
cuando miro atrás desearía volver a ser aquel joven de 18 años que le hizo caso
a su madre y no se apuntó en el ejército, para que durara menos el tiempo de
estancia en él, porque detesto y también entonces toda clase de ejércitos, de
uniformes, de obedecer sin razones, de matar sin razones.
He
llegado a la parte más aburrida de la vida con días largos y tediosos de los que ya no espero
nada, solo sentirme en paz conmigo mismo.