jueves, 16 de junio de 2022

 

RETAZOS DE UNA VIDA

 

Está cayendo la tarde, a través de los cristales del ventanal veo el jardín con el sol al fondo despidiéndose, los árboles grandes y frondosos, el verde del césped que contrasta con el colorido de las pocas flores que van quedando en los parterres, oigo las gotas de lluvia que resuenan fuertes contra las baldosas de la terraza impidiéndome disfrutar de esta tarde de otoño.

Mi vida ha sido larga y bastante accidentada. Podría decir trágica en algunos momentos, pero aprendí a los 18 años que nada de lo que pase es ni bueno ni malo, solo altera su neutralidad la forma de enfrentarse a los hechos.

¡Qué paisaje tan distinto es este del que vieron mis primeros años! La ciudad donde nací era luminosa, con un sol brillante,  un azul intenso en su cielo y en su mar. Tierra seca y dura negando, por falta de agua, los frutos por los que tanto habían trabajado los hombres.

En esa edad temprana en la que no tienes definido aun tu porvenir, mi gran ilusión era ser marino mercante, barcos, agua, viajes, aventuras y libertad. No tuve nada de esas cosas, hasta la libertad me quitaron en algunos momentos de mi vida.

Cuando le cuento a mi nieta que me fui voluntario a hacer el Servicio Militar porque así el tiempo de dedicación a la patria era más corto, me miró extrañada preguntando ¿Y eso que es?

Sentado en esta silla de ruedas de la que apenas me levanto, observo mi alrededor sintiendo que en estos días interminables recordar se ha convertido en mi vicio favorito.

Aquel junio con 18 años termine el Bachiller y me incorporé de voluntario al ejercito, juré la bandera de la republica y no habían pasado dos meses cuando los militares dieron un golpe de estado, así llamado por unos o el glorioso alzamiento nacional,  llamado así  por otros, y yo en medio sin más ideales que terminar pronto para realizar mi sueño. Ahí empezó mi forma de enfrentarme a los hechos que no podía cambiar, así sufría menos. Separado de mi familia y metido en una guerra que no entendía defendiendo la bandera que juré, no tanto por convicción  como por honor a la palabra dada.

Participé sin haberlo querido en batallas cruentas, maté a hombres que no odiaba y que tenían mis mismas raíces, mi misma lengua y si me apuras, la misma religión con el mismo quinto mandamiento “No matarás”. Todo lo hacía de forma mecánica, como si no fuera conmigo, dormía, comía y mataba, adaptándome a lo que viniera. A los tres años llegó la paz, pero no para todos.

La memoria recuerda los acontecimientos inesperados, no los tediosos y aburridos. Por eso recuerdo que cuando cruzamos la frontera lo que quedaba del ejército republicano, nuestros vecinos también republicanos, nos trataban como apestados y nos enviaban a campos de concentración sin saber que hacer con nosotros.

También a eso me adapté, era joven, cuando todo acabara podría empezar a vivir, ya llegaría, no tenía prisa.

Todo mi ánimo estoico caía en pedazos al pensar en mi familia, sobre todo en mi madre. Tenía que intentar ponerme en contacto con ellos, poder decirles que estaba vivo.

Un día algo cayó del cielo en mi vida, conocí a una joven de la Cruz Roja que venía de vez en cuando al campo de prisioneros. Por ella supe de los míos y  también pude mandarles mensajes de esperanza y todos los deseos que tenia de volver a verlos.

Cuando por fin fui libre, salí al mundo en un país extraño que me miraba con recelo. Aún no podía volver al mío. Trabajaba en lo que fuera para tener comida y techo. La Cruz Roja nos ayudó a buscar mejores empleos pero teníamos que cambiar de nacionalidad, me negué a ello durante muchos años.

Estudié, terminé una carrera, me casé y tuve tres hijos. Lo que no hice por mí, cambiar de patria, lo hice por ellos, pero en mi corazón sigo siendo de  de aquella tierra dura y seca con un maravilloso cielo azul y un mar con siglos de historia.

Hace años mi compañera se fue demasiado pronto, una enfermedad rápida se la llevó. Quise volver a sentir el estoicismo de mi juventud. Nada es bueno ni malo, solo pierde su neutralidad según te enfrentes a los hechos, si no los puedes cambiar de nada sirve luchar contra ellos. Pero esta vez no funcionó, era mayor, tenía más recuerdos que ilusiones, poco a poco me fui dejando llevar por la melancolía y entonces llenaron mis sueños todos los horrores que siempre había querido tapar como si nunca hubieran existido.

No volví a mi tierra, ni a mi antigua familia. Cuando pude no tenía tiempo y cuando tuve tiempo los que yo quería ver ya no estaban. Sé que mi madre murió con mi foto en las manos. Ese dolor tanto tiempo negado también tengo que asumirlo.

Iban pasando los años. Me dediqué a vivir, levanté esta preciosa casa en un lugar muy verde con un pálido sol y sin mar. Tengo una familia a la que quiero, pero cuando miro atrás desearía volver a ser aquel joven de 18 años que le hizo caso a su madre y no se apuntó en el ejército, para que durara menos el tiempo de estancia en él, porque detesto y también entonces toda clase de ejércitos, de uniformes, de obedecer sin razones, de matar sin razones.

He llegado a la parte más aburrida de la vida con días  largos y tediosos de los que ya no espero nada, solo sentirme en paz conmigo mismo.