QUE LOS
DIOSES ME DEN FUERZAS.
Que los
dioses me den fuerzas para contar mi secreto y así poder redimir el pecado que
desde mi juventud me ha atormentado la vida.
Estoy
sentada en un cómodo diván en mi casa. Tengo delante un gran ventanal asomado a
ese mar tan azul, tan bello y tan triste en mis recuerdos, ese mar que acaricia
las costas de Cartago Nova, como se llama ahora esta ciudad.
Apenas
puedo moverme. Los años han hecho de mi una anciana decrepita. Creo que los
Dioses están esperando que confiese, para llevarme con ellos, ya que los
remordimientos han sido el castigo que he pagado en esta vida.
Recuerdo
un tiempo muy lejano. Una isla en el Mare Nostrum, sus habitantes éramos
romanos. Yo soy romana. Tenía 6 años cuando desembarcaron en ella los piratas
matando a casi todos los que no les servían para el mercado de esclavos que
tenían montado en Cartago. Allí me llevaron, junto con mis padres y hermanos.
No olvidare nunca los gritos de mis abuelos, pacíficos pescadores al ser
masacrados junto con los que no les servían para sus fines. La guarnición que
Roma tenía en la isla no nos ayudo, miro a otro lado, al lado donde estaban las
monedas que le habían hecho llegar aquellos miserables.
En el
mercado fui separada de mi familia y eso añadió otra gota más al vaso casi
lleno de odio contra el cartaginés.
Tendría
8 años cuando llegue a esta ciudad, entonces llamada Qart Hadasht, formando
parte del sequito de un militar a las órdenes de Aníbal. Mi señor tenía dos
hijas de mi edad y me incorporaron a su servicio. La niña esclava romana,
sirviendo a las niñas del enemigo cartaginés.
Pero
los dioses fueron benévolos conmigo. Al principio fue el miedo, el rechazo y el
odio que sentía hacia todo lo que me mantenía sumisa y servil, apenas cruce
unas palabras con ellas, aunque algo entendía de ese lenguaje bárbaro por estar
mi isla cerca de sus costas, faenando
juntos los pescadores, hombres buenos y pacíficos de ambos lados en el mismo mar.
Paso el
tiempo y me di cuenta de que del vaso de mi odio se iban escapando algunas
gotas por la grieta que iban haciendo en él, el cariño y el respeto que
mostraban todos hacia mi persona. Pronto me integraron en sus juegos. Su
carácter bondadoso, tranquilo y cercano hicieron el milagro. No eran mi familia
pero había encontrado un poco de paz en mi vida aunque seguía manteniendo en mi
brazo la pulsera de esclava.
Me
permitían asistir a las clases que un joven maestro romano, también esclavo les
daba a sus hijas. A diario abría nuestras mentes hacia las lenguas y las
ciencias, pero también hacia el amor y la concordia entre los pueblos.
La vida
allí era dulce, tranquila, quería a esa familia pero mi vaso del odio no se
había vaciado del todo. En mis pesadillas veía a mis padres y a mis hermanos
maltratados humillados, esclavos como yo pero con menos suerte y a gritos me
pedían que recordara que era romana, que la casa donde vivía era de mis
enemigos, que no dejara nunca de pensar en ello
Manteniendo
esa lucha interior fueron pasando los años. Llegaban rumores de una nueva
guerra con los romanos pero parecía imposible que en esta ciudad tan bella, con
gentes buenas y trabajadoras se fuera infiltrando de nuevo ese odio al otro, al
diferente solo por estar en distinto lado de ese mar que, en lugar de unirlos, los hacía enemigos
por intereses que nada tenían que ver con las personas, ya fueran Cartagineses
o Romanos
Pero la
guerra es así, nadie la quiere pero todos pagan un alto precio cuando acaba.
En la
ciudad los rumores eran ya casi continuos y las maldiciones al romano Escipión
estaban en boca de todos.
En la
casa de mis amos la vida aun era apacible. Las niñas nos habíamos convertido en
tres hermosas jóvenes que hacía tiempo habían dejado los juegos infantiles para
pasar a otros que nos pedía la sangra caliente de la juventud.
Por las
tardes dábamos paseos a la playa o a la laguna, acompañadas siempre de otros
esclavos para protegernos y por el joven maestro que nos explicaba como los
minerales eran trasladados en barcos a Cartago desde las minas cercanas.
También nos hablaba sobre los vientos, abundantes en esta ciudad, del cielo, las
nubes, el porqué de la lluvia, pero sobre todo del amor por los demás y dar
gracias a los Dioses por la suerte que habíamos tenido. Yo lo escuchaba
ensimismada y todo el amor que debía repartir se concentraba
en él. Era mi dios, mi ídolo. Y ese fue el germen de mi gran pecado.
Un día
mi señor me mando llamar a su presencia.
Se
acercan malos tiempos para todos, me dijo, los romanos buscaran una escusa para
atacar la ciudad y habrá un baño de sangre. Si somos nosotros los derrotados
debes hacer valer tu origen romano. Aquí tienes los documentos de compra que le
exigí al vendedor por si alguna vez los necesitabas. Ya eres una hija más para
nosotros, por eso te los doy, pero nunca he querido quitarte el brazalete de
esclava por si llegado el momento, junto con los papeles sirviese para
demostrar tu origen romano.
Caí a
sus pies llorando y abrazada a sus rodillas le di las gracias por todos estos
años en los que yo también me había considerado parte de la familia. Los Dioses
no me darían años suficientes para demostrarles mi agradecimiento.
Y sin
embargo los traicioné. No pido perdón, sé que no lo conseguiré, solo quiero
aliviar un poco mi culpa contando esta historia
Una
tarde en la que mis compañeras de paseo no pudieron venir, fui con el joven
maestro a la laguna, no llevábamos esclavos para protegernos. Nosotros éramos
los esclavos.
Al
atardecer, con el sol rojo poniéndose tras las montañas y convirtiendo la
tierra en toda clase de grises, nos amamos en la soledad de la arena con la fuerza, el ímpetu y la locura que lleva
consigo la sangre joven y enamorada.
Ya
había caído la noche, se encendieron algunas lucecitas en el mar, señales de
barcos de pesca que faenaban por allí. Y entonces me dijo: (Dioses ¿porque lo escuché?
¿Por que al oír sus primeras palabras no salí corriendo para avisar a los que yo consideraba ya mi familia?) Dentro de
dos noches no bajes a la laguna van a atacar los romanos por la muralla pero
otros vendrán por aquí en barcos de pesca y yo les abriré la puerta. Soy romano
como tú, tenemos que acabar con los malditos cartagineses que nos robaron la
infancia y la juventud. Entre caricias, me dijo donde tenía que esconderme, él
vendría por mi cuando acabase la batalla, estaba muy seguro del resultado,
sabia muchas más cosas de las que me dijo.
Había sido un espía romano desde que lo trajeron a esta ciudad. Era
mentira todo lo que nos hablaba del amor entre los pueblos. Esa filosofía
maravillosa que nos había enseñado desde niñas y que le servía para no levantar
sospechas.
No pude
moverme. Todo mi mundo se derrumbaba. Sentía asco de mi misma, pero la pequeña
gota de odio que aun quedaba en el vaso junto con lo que yo creía que era amor
bastó para traicionar a toda una ciudad a la que ya consideraba mía.
Esa
noche pude volver a la casa para avisarles pero no lo hice. Más tarde supe que
me buscaron angustiados .Pido a los Dioses que nunca llegaran a saber de mi
traición.
Pero la
suerte estaba echada, me escondí y cuando a la noche siguiente empezaron a
sonar las trompetas y el ruido de la guerra se volvió insoportable quise salir
para unirme a ellos, entonces comprendí que aquellos que luchaban por defender
la ciudad, eran los míos, mi familia, mis gentes, mis amigos. Ya no había odio,
pero era demasiado tarde, me había encerrado temiendo que les avisara.
Esta es
la historia de mi traición. Que los Dioses me juzguen y espero de su
misericordia que me arranquen pronto de este mundo, de esta ciudad a la que
vendí cuando era joven por una ilusión amorosa y unos tiernos abrazos.