jueves, 26 de agosto de 2021

Ilusión vana

Tenía un buen negocio heredado de sus padres. La relojería más próspera y antigua de la ciudad. Eran varias las generaciones que la habían hecho crecer y él siguió sus pasos. Su pasión por el tiempo le hacía sentir que, al manejar los relojes, tenía dominio sobre él.

Un día pensó acoplarle a uno de los últimos modelos una cámara de cine. Sincronizando los dos aparatos podría ir a cualquier tiempo pasado, viendo imágenes en movimiento de esos momentos. No le interesaban solo los buenos momentos sino cualquier situación buena o mala que hubiese vivido.

Le costó años conseguir su propósito ¡pero allí estaba su invento! Disfrutaba de él como un niño con un juguete nuevo. Siempre mirando al pasado, no disfrutaba del presente que estaba a su alcance. Esperaba a que fuese pasado para incluirlo en su “máquina del tiempo” como él la llamaba.

Su vida era tranquila y monótona, solo alterada por las partidas de dominó de los sábados y las tertulias en el casino los miércoles en la que, como siempre, sacaba alguna noticia relacionada con su obsesión: el control del  tiempo.

Soltero, sin hijos, pasados los 50, no deseaba ya nada, le parecía que todo estaba ordenado meticulosamente a su alrededor. El caos le aterraba, el tiempo era limpio y pasaba sin importarle nada las vidas de quienes controlaba.

Un día pensó: si le pongo a mi maquina imágenes del futuro allí estaré y podré verme pasados los años. Todo era, a su edad, lo suficientemente previsible para que nada  pudiera alterar su vida. Pondría en la cinta momentos buenos, parecidos a los que había vivido, y también otros no tan buenos, que había sabido superar gracias a su trabajo.

Cambiaría de aspecto. Se pondría canas, arrugas, bolsas bajo los ojos etc. Todo lo que se imaginaba que vendría con los años. Su gusto por el teatro le ayudaría a encontrar los mejores disfraces.

Una noche se desató una gran tormenta. El cielo se abrió como si volvieran los diluvios antiguos, las calles se convirtieron en torrentes y entró el agua en casas y bajos. La destrucción fue enorme.

De madrugada se armó de valor a pesar de que la tormenta todavía hacía en el suelo ríos de agua sucia y arrastraba todo lo que se interponía en su camino. Quería llegar a la tienda para salvar “su máquina”. Lo demás no le importaba. El seguro pagaría.

El agua le llegaba a las rodillas y hacía trabajoso avanzar, pero su determinación era muy grande. El local estaba cerca de su casa aunque, si hubiera estado lejos, habría ido igual.

Al doblar una esquina la vio medio flotando y toda destrozada. Se agarró a ella y logró sentarse en un escalón alto de una casa vecina. Lloró tanto que sus lágrimas hicieron aún más caudaloso el torrente. Eran lágrimas de desesperación, el trabajo de toda una vida perdido. Siguió mucho rato lamentándose de su mala suerte.

Al atardecer llegó a la siguiente conclusión. Había perdido el tiempo, ese tiempo que él creía poder controlar. Las imágenes del pasado están en el disco duro de la memoria y podemos evocarlas cuando queramos, sin necesidad de película que nos la muestre. Además, tiene la ventaja de que los recuerdos pueden mejorarse, alargar situaciones agradables o anular en un instante momentos incómodos.

Se dio cuenta que el futuro tiene tantas variables que es imprevisible y mejor que sea así. Esperas siempre algo bueno y, cuando la vida te sacude con alguna tragedia, es a partir de ese instante cuando empiezas a sufrir, no antes, pues el futuro no está recogido en ninguna cinta y puede cambiar en un instante.

Sus lágrimas ya no eran por las cosas perdidas sino por el tiempo presente que nunca había vivido ni disfrutado porque siempre estaba allí, sin pensar que, de un segundo a otro, ya sería pasado.

 

 


Marcelo

¿Cómo te sientes? ¿Cómo te sientes? ¿Cómo te sientes? La misma cantinela todos los días al despertar. Y, a mi lado, Marcelo con la bandeja del desayuno. Nada de cosas “buenas”. Todo muy sano y ecológico.

Cuando te dice esa frase alguien que no sea un robot le respondes cosas como, “bueno, podría estar mejor”, o también, “para los años que tengo…no del todo mal” y un sinfín de frases más que cualquiera entendería. Pero Marcelo no. A él tienes que contestarle, bien o mal, sin datos intermedios. Un día quise explicarle que había dormido mal y me dolía un poco la cabeza. Entonces comenzó a marcar el código, a desarrollar el programa, a aplicar el protocolo y, por mucho que le dije que se me pasaría, al día siguiente amanecí en el hospital. Eso sí, con Marcelo de pie a mi lado y su sempiterna pregunta ¿cómo te sientes? Por supuesto le contesté que muy bien y nos fuimos a casa.

Al principio me pareció una buena idea. Después de la pandemia de los años 20 que, aunque estamos ya finalizando el siglo, aún campa a sus anchas por algunos lugares del mundo, se cerraron todas las residencias de ancianos y nos mandaron a casa. El que la tuviera, claro.  Para los demás, “papá estado” proveería. Pero no nos mandaron solos  sino con un cuidador o cuidadora ayudante para que no nos saltásemos las reglas.

Había varios modelos adaptados a los presupuestos de cada uno. Yo escogí uno con aspecto humano. Guapo, cachas, en fin, lo que me apetecía tener al lado en ese momento. Ya que no tenía compañero sería un buen sustituto. Tenía una conversación agradable, era culto y no molestaba demasiado. Pero un día tuvimos una discusión sobre... ya ni me acuerdo y me acaloré bastante. Creo que hasta me subió la tensión por la cara de susto que puso al mirarme y, desde entonces, me da la razón en todo. Es una lata. Así no hay conversación inteligente pues parece que, al darme siempre la razón, me toma por tonta.

También tiene ventajas. Gracias a él puedo salir a la calle, bajo su supervisión por supuesto, y cruzarme de lejos con otras personas en la misma situación que yo.

Es triste donde hemos llegado  al final de nuestras vidas.  Yo me encuentro bien y estoy decidida a ir adaptándome a todo lo que el futuro me depare. No pienso tirar la toalla.

Esto de los robots es otro negocio para los que controlan el mundo. En tiempos fueron las mascarillas, los geles desinfectantes, los EPI, las vacunas y, ahora, el negocio redondo: Los robots personalizados, como en su tiempo fueron los móviles.

Los jóvenes pueden salir solos hasta que cometen la primera infracción a las reglas establecidas. Entonces tienen dos salidas: reclusión domiciliaria durante tres meses o adquirir, previo pago, un acompañante que los vigile. Todo esto, dicen, es por nuestro bien, pero ¡menudo negocio!

No he sido nunca muy efusiva en mis manifestaciones de cariño pero siempre había a quien darle un abrazo, un beso, o cogerle la mano en señal de apoyo. Parece mentira, con lo poco que me gustaba, que lo eche tanto de menos.

A mi familia solo la puedo ver a través del ordenador y con Marcelo al lado, no se me vaya a escapar algo que no sea políticamente correcto.

Las redes sociales campan a sus anchas por el mundo. Cada vez hay en ellas, aparte de las cosas positivas que también abundan, más comentarios estúpidos y aberrantes, aunque con un poco de criterio y bastante práctica puedes llegar a diferenciar la verdad de la mentira.

Un día estaba jugando al ajedrez con Marcelo y conseguí hacer una buena jugada ganándole. No lo pude remediar. Aunque tenemos prohibido tocarlos, estaba enfrente mía sonriente, contento, tan humano que me levanté y antes de que pudiera hacer nada le di un sonoro beso en la mejilla. Fue terrible. Se le rompieron todos los circuitos. Tuve que llamar a la central de robots para que lo arreglaran y, después de la regañina, me mandaron otro que tuve que pagar. Marcelo no tenía arreglo. Por lo visto mi beso fue demasiado apasionado. 

Campanillas azules

Aquella escapada de fin de semana prometía. Nos íbamos a encontrar en un hostal de montaña. Cada vez en un sitio distinto para no despertar sospechas. Llegué un día antes para saborear intensamente la espera y hacer con la imaginación un poco más largo el tiempo que íbamos a estar juntos.

La tarde estaba despejada, la montaña me atraía. Cogí mi equipo y salí a disfrutar de la naturaleza. No hice caso de las palabras del conserje: se está formando una tormenta, dijo. Pensé que una tarde leyendo y haciendo gasto en el bar era más atractiva para él.

El sendero discurría entre pinos y árboles centenarios y subía como una cinta blanca rodeando la montaña. Varias veces paré a descansar admirando el paisaje y sintiéndome poderosa. Allí arriba mi vida no era un caos. Había belleza, paz y, sobre todo, un silencio que permitía oír la voz interior a menudo silenciada por el ritmo frenético de la ciudad y que me decía lo que no quería escuchar, que esa relación no conducía a ningún sitio. Allí lo vi claro, en mi interior estaba decidida a romper. Ésta sería nuestra última escapada.

Seguí subiendo. Quería volver rendida para que el sueño no me fuera esquivo como tantas noches y me aceptara aunque fuera acunándome con unas “bonitas” pesadillas.

Ya cerca del nacimiento del río empezaron a caer las primeras gotas. La tormenta fue arreciando, el viento y la lluvia no me dejaban ver mas allá de donde alcanzaban mis pies. Como siempre, no había hecho caso de los buenos consejos y me había metido de cabeza en un problema.

Pensar en la vuelta era imposible. El estrecho camino se había convertido en una torrentera por la que rodaban piedras pequeñas, hojas y ramas que el viento enfurecido arrancaba de los arboles más débiles.

Seguí avanzando y casi tropiezo con una cabaña de madera en bastante mal estado pero que, en esas circunstancias, representaba mi salvación. Con mucho esfuerzo y varios empujones conseguí abrir la puerta por la que salieron volando algunos pájaros grandes, o lo que fueran. No estaba en condiciones de escoger, tampoco me paré a pensar si quedarían más dentro. La cabaña era mi única opción.

Cuando encendí la linterna llamó mi atención un armario bastante bien conservado, comparándolo con la destrucción que había a su alrededor.

Me instalé lo mejor que pude. Llevaba comida y agua en el equipo, entre mis pocas virtudes se encuentra ser bastante previsora. Antes de meterme en el saco para pasar la noche, quise ver el contenido de ese armario. Me sorprendió mucho ver libros, todas las lejas llenas de ellos, algunos ya amarillentos que habrían sido transportados allí para hacer compañía a otros más jóvenes. Era una buena forma de pasar las tormentas.

Cogí uno al azar y me dispuse a disfrutar de él y del gran bocadillo que me habían preparado en el hostal, dispuesta a que la noche no fuera un rosario de reproches contra mi mala cabeza y mis locuras haciendo las cosas sin pensar.

El libro me interesó desde el principio. Trataba de amores antiguos y prohibidos. Tenía curiosidad por saber cómo lo solucionaba el autor. Al pasar una de las hojas encontré dos campanillas azules, secas, muy juntas y casi pegadas al papel. En esa página se narraba un amor desesperado, incontrolable, apasionado, como yo nunca había sentido. ¿Por qué el lector las puso allí?  La volví a leer pero solo encontré en ella tristeza, soledad, amargura, …, todos los adjetivos que para mí no encajan  en la palabra Amor.

No pude evitar que empezaran los remordimientos. ¿Y si él me quería hasta ese extremo? Siempre era yo la que no quería hacer oficial nuestra relación escudándome en no perder mí libertad.

Habría llegado esa noche al hostal y yo no estaría allí esperándole con un gran abrazo. Ese fin de semana había dejado a su familia por mí y no me encontraría. Un reproche tras otro hicieron en mi alma una montaña tan grande como la que me separaba de él.

Esa noche el sueño me castigó negándose a dormir conmigo y ni siquiera fue capaz de “regalarme” una de sus horribles pesadillas.

De madrugada mis sentimientos habían cambiado por completo, o eso creía yo. Mi idea de dejarlo me parecía monstruosa. Me convencí de que le amaba y, como él siempre decía, podíamos ser muy felices juntos. Perder mi libertad ya me daba igual.

Muy de mañana empecé el camino de vuelta. El sol salía majestuoso por detrás de las montañas. El paisaje, limpio después de la lluvia, olía a tierra virgen. Pero yo no apreciaba esa belleza, corría montaña abajo para pedirle perdón y decirle que tenía razón, que no nos separaríamos más.

Llegué casi exhausta. Al preguntar en recepción por él solo me dieron un sobre a mi nombre. Lo abrí con manos temblorosas. Pensé que no había podido venir y me enviaba una carta de amor y de excusa. ¡Qué equivocada estaba! Escuetamente decía: “Tienes razón, siempre la tuviste. Tu libertad es antes que nuestro amor y yo me debo a mi familia. No volveremos a vernos, nos vamos del país, me han ofrecido un buen trabajo y es el momento de soltar lastre y avanzar”.

Yo era la que llegué decidida a cortar con él y me hizo cambiar de opinión la magia de la montaña y las campanillas azules. Iba a ofrecerle desesperada mi amor, sin saber que era solo un lastre.

 


Un paseo mañanero

El día había amanecido gris, plomizo, sin viento, pero con una pesadez en el aire que presagiaba una gran descarga de agua.

Pensé que lo peor que me podía pasar sería disfrutar de un buen remojón pero, como estoy en la playa y es verano, sería bienvenido. Daba igual que empezara por los pies o por la cabeza, el caso era refrescarme después de unos días de intenso calor.

Con esa idea empecé mi paseo. Estaba todavía cerca de casa cuando empezaron las primeras gotas. No me importó, estaba disfrutando de la belleza del cielo. Había nubes de algodón sucio con algunos desgarros por donde se adivinaba un poco de claridad en este día de finales de julio.

El Dragón estaba cubierto por una boina gris. Todo hacía presagiar una fuerte tormenta. No me importó y seguí mi paseo. Cuando miraba al monte me costaba encontrar esa figura con la cabeza hacia Cabo de Palos, sus colmillos y patas, echado sobre la panza en la cima de la montaña. Cuando era joven lo encontraba enseguida y sentía que estaba allí para darme fuerza, para protegerme. Nada malo podía pasarme en El Carmolí. Con los años la vida ha ido quitando fantasía a mi mirada y ahora apenas si distingo su cabeza.

Cuando llegué a la playa el espectáculo me sobrecogió. Lo que veía era un cuadro de grises. El cielo, el mar y la arena los tenían todos. Si no hubiera sido por esas pequeñas olitas que venían a morir a mis pies, hubiera podido pasar por un espejo de plata vieja con las gaviotas dándose cabezazos en él y reclamando con sus graznidos el mar que dejaron la noche anterior.

En el cielo se abrían algunos claros que enseguida eran tapados por nubes grises disgustadas. Esa mañana era suya y ningún rayo de luz debía osar traspasarlas.

La paz era infinita. Me senté en un banco con el espíritu sosegado y la mente limpia, en paz conmigo y con la naturaleza que me envolvía.

Pero duró poco. De una obra cercana llegaron hasta mí los sonidos agudos, penetrantes y desagradables de una radial y se llevaron con ellos toda la magia. Hasta las nubes se retiraron poco a poco también molestas, dejando pasar los rayos de sol que fueron tomando el cielo y convirtiendo el día en uno más de finales de julio.