Tenía un buen negocio heredado de sus padres. La relojería más próspera y antigua de la ciudad. Eran varias las generaciones que la habían hecho crecer y él siguió sus pasos. Su pasión por el tiempo le hacía sentir que, al manejar los relojes, tenía dominio sobre él.
Un día
pensó acoplarle a uno de los últimos modelos una cámara de cine. Sincronizando
los dos aparatos podría ir a cualquier tiempo pasado, viendo imágenes en
movimiento de esos momentos. No le interesaban solo los buenos momentos sino
cualquier situación buena o mala que hubiese vivido.
Le
costó años conseguir su propósito ¡pero allí estaba su invento! Disfrutaba de
él como un niño con un juguete nuevo. Siempre mirando al pasado, no disfrutaba
del presente que estaba a su alcance. Esperaba a que fuese pasado para
incluirlo en su “máquina del tiempo” como él la llamaba.
Su vida
era tranquila y monótona, solo alterada por las partidas de dominó de los
sábados y las tertulias en el casino los miércoles en la que, como siempre,
sacaba alguna noticia relacionada con su obsesión: el control del tiempo.
Soltero,
sin hijos, pasados los 50, no deseaba ya nada, le parecía que todo estaba
ordenado meticulosamente a su alrededor. El caos le aterraba, el tiempo era
limpio y pasaba sin importarle nada las vidas de quienes controlaba.
Un día
pensó: si le pongo a mi maquina imágenes del futuro allí estaré y podré verme
pasados los años. Todo era, a su edad, lo suficientemente previsible para que
nada pudiera alterar su vida. Pondría en
la cinta momentos buenos, parecidos a los que había vivido, y también otros no
tan buenos, que había sabido superar gracias a su trabajo.
Cambiaría
de aspecto. Se pondría canas, arrugas, bolsas bajo los ojos etc. Todo lo que se
imaginaba que vendría con los años. Su gusto por el teatro le ayudaría a
encontrar los mejores disfraces.
Una
noche se desató una gran tormenta. El cielo se abrió como si volvieran los
diluvios antiguos, las calles se convirtieron en torrentes y entró el agua en
casas y bajos. La destrucción fue enorme.
De
madrugada se armó de valor a pesar de que la tormenta todavía hacía en el suelo
ríos de agua sucia y arrastraba todo lo que se interponía en su camino. Quería
llegar a la tienda para salvar “su máquina”. Lo demás no le importaba. El seguro
pagaría.
El agua
le llegaba a las rodillas y hacía trabajoso avanzar, pero su determinación era
muy grande. El local estaba cerca de su casa aunque, si hubiera estado lejos,
habría ido igual.
Al
doblar una esquina la vio medio flotando y toda destrozada. Se agarró a ella y
logró sentarse en un escalón alto de una casa vecina. Lloró tanto que sus lágrimas
hicieron aún más caudaloso el torrente. Eran lágrimas de desesperación, el
trabajo de toda una vida perdido. Siguió mucho rato lamentándose de su mala
suerte.
Al
atardecer llegó a la siguiente conclusión. Había perdido el tiempo, ese tiempo
que él creía poder controlar. Las imágenes del pasado están en el disco duro de
la memoria y podemos evocarlas cuando queramos, sin necesidad de película que
nos la muestre. Además, tiene la ventaja de que los recuerdos pueden mejorarse,
alargar situaciones agradables o anular en un instante momentos incómodos.
Se dio
cuenta que el futuro tiene tantas variables que es imprevisible y mejor que sea
así. Esperas siempre algo bueno y, cuando la vida te sacude con alguna
tragedia, es a partir de ese instante cuando empiezas a sufrir, no antes, pues
el futuro no está recogido en ninguna cinta y puede cambiar en un instante.
Sus lágrimas
ya no eran por las cosas perdidas sino por el tiempo presente que nunca había
vivido ni disfrutado porque siempre estaba allí, sin pensar que, de un segundo
a otro, ya sería pasado.