LA CASA DE LOS GUZMAN
Me
llamo Octavio soy arquitecto y este verano he decidido pasar mis pocos días
libres yendo a algún pueblo perdido de la España “vaciada”. Había recorrido
algunos y casi siempre encontraba un tesoro en forma de joya arquitectónica,
que me servía para enfrentarme a nuevas ideas o nuevos estilos en los que
inspirarme. Casi siempre estaban en un penoso abandono, pero estudiándolas con
tranquilidad me decían cosas de su pasado esplendor e incluso de las costumbres
de quienes las habitaron.
Sin
pensarlo dos veces, me fui a perderme con mi perro Argos por esa Castilla
milenaria y olvidada.
Alquilé
una pequeña casa rural donde pasar esos pocos días y muy de mañana, antes de que el sol quemara demasiado, salía
a pasear por los alrededores del pueblo.
El
silencio era grandioso, solo se oía el sonido del cereal casi agostado, agitado
por el viento.
Esa
mañana al final de la senda la vi, era una gran casa, casi un palacete. Me
sorprendió lo bien conservada que estaba aunque no parecía tener vida en su
interior.
Era de
estructura rectangular de dos plantas, la de abajo con ventanas y
contraventanas de buena madera y protegidas por unas rejas de hierro con
maravillosas filigranas y dibujos, que mas parecían salidas de la mano de un
pintor que de la forja. El piso tenía una balconada hacia la calle con el mismo
enrejado, a la cual se abrían tres puertas de madera tallada. Los laterales
también con balcones aunque más pequeños, le daban una bonita simetría vista
desde cualquier ángulo.
En la
parte trasera del piso superior se veía la esquina de una terraza, que debía
ser grande por lo que podía apreciar desde mi lugar de observación.
Rodeando
la casa había un gran jardín, no muy descuidado, con grandes árboles, senderos
a los que se asomaban macizos de flores, algunas de ellas desconocidas para mí,
una gran pérgola por la que trepaban buganvillas de varios colores, bancos de
piedra con patas simulando garras de animales y hasta una fuente con la talla
de una joven de tez oscura sosteniendo un cántaro por donde debía de salir el
agua. Era un jardín de diseño antiguo y por lo que se podía apreciar, hecho con
cariño.
Cercando
casa y jardín, había una valla alta con barrotes de hierro terminados en punta
de flecha que me permitieron apreciar desde la lejanía todos estos detalles.
Delante
de la puerta principal había también un pequeño espacio con macizos de flores,
algunas ya secas, pero no por ello se dejaba de apreciar la armonía de formas y
de colores.
Se
accedía a la puerta principal por cuatro escalones flanqueados por barandas en
forma de medio arco, todo ello de mármol de buena calidad pues el paso del
tiempo le había hecho poca mella.
En la
puerta principal alternaba la madera, la forja y cristales opacos de diversos
colores.
Busque
una piedra del camino para sentarme y observarla a gusto. Me dio la impresión
de una casa hecha desde el cariño para albergar un hogar en ella, pero al mismo
tiempo sentía que estaba rodeada por un halo de silencio, tristeza, cansancio
de haber sobrevivido a desgracias y seguir presentando buena cara.
Me sacó
de mis pensamientos el sonar de unos cascabeles, pues avanzando por el camino
se veía venir en medio de la polvareda, un gran rebaño de cabras. Con él
apareció el pastor que me saludo cordialmente. ¿Le gusta la casa? ¿Usted no es
de por aquí? ¿Tiene intención de comprarla? Sonreí al verme asediado por tantas
preguntas que encontré natural viniendo de una persona que pasa el día en
soledad, al encontrar a alguien con quien echar un cigarro, como dijo
ofreciéndome uno.
A todo
le conteste con el mismo agrado, comentándole que tenia curiosidad por saber
algo de familia que había vivido en ella.
¡Ah sí!
Contesto, buscándose un sitio para acomodarse a mi lado mientras las cabras
retozaban en el campo vigiladas por sus perros, la familia Guzmán, por lo que
se comenta en el pueblo no fueron muy felices. Vivían en ella un matrimonio
mayor, hidalgos decían que eran, no sé si se habrá dado cuenta del escudo que
corona la casa, (pues no me había dado cuenta, en mi descargo diré que desde el
observatorio improvisado, casi no se veía). Tenía esta pareja un hijo mozo,
pero al igual que en estos tiempos, la hidalguía y el dinero casi nunca van
juntos y el joven marcho a hacer las Américas, quedando aun la casa más triste
y silenciosa. Daba pena ver al matrimonio, ya anciano, salir por las tardes a
pasear muy arreglados, como de boda ¡vamos! Y saber que a la vuelta solo
tendrían sobre la mesa un mendrugo de pan y la caridad de los vecinos.
Pasaron
los años, los ancianos murieron y la casa con ellos.
Un día
llego la gran noticia, el hijo había vuelto rico y con una familia, su mujer y
un hijo. No escatimo dinero para darle a la casa el esplendor, que ni el mismo
había conocido. El gran secreto era la joven esposa, el pueblo deseaba
conocerla pero parecía que se escondía de todos. Cuando finalizaron los
arreglos tuvo lugar una gran fiesta, todos estaban invitados, ¡Por fin
conocerían a la dueña! Cuando bajo por la escalinata que daba al jardín, todo
el mundo admiró su belleza y la elegancia de sus movimientos, solo tenía una
cosa en su contra, era demasiado morena, era una mujer negra. De la mano
llevaba a su hijo, un niño de unos cuatro años, con ojos muy grandes y curiosos
que se aferraba a su falda con miedo. Fue la habladuría de la fiesta. Todo el
mundo se esforzó por aparentar que el color no importaba, que la casa se
llenaría de risas y felicidad, que se visitarían como amigos, pero no fue así.
La casa
no salió del silencio, la joven no se
adapto. No podía soportar las miradas esquinadas e hipócritas de sus vecinos,
cuando salía de paseo con su hijo, los corrillos que se formaban y las miradas
mal intencionadas y hasta lascivas de algunos hombres que se sentían con
derecho a hacerlo solo por el color de la piel.
Ella
cada vez salía menos hundiéndose en la tristeza y su marido cada vez hacia más
vida social. Salía todas las tardes elegantemente vestido y volvía a su casa
cuando el sol ya asomaba. Según las malas lenguas, estaba probando otros
colores.
Un día
en la casa ocurrió una gran desgracia, la joven murió según decían tirándose
desde la terraza, no pudiendo soportar más las infidelidades de su marido y las
risas burlonas de la gente al pasar.
El
joven cogió a su hijo y se marcharon de nuevo a América, pero nunca abandono la
casa que restauró con tanto cariño y donde creía que tendría un verdadero
hogar. Todos los años mandaba dinero al Alcalde para su mantenimiento y ese
dinero sigue llegando hasta hoy.
Se
despidió el cabrero, agradeciéndole que compartiera conmigo la historia de la
casa de los Guzmán.
Los
días que estuve en el pueblo, no deje de ir con Argos todas las mañanas a sentarme
en la misma piedra y crear con mi fantasía, otra historia más feliz para esa bonita y señorial
casa.