viernes, 23 de septiembre de 2022

 

RELATO GANADOR DEL CONCURSO “CARTHAGINESES Y ROMANOS 2022”

 

GLADIUS HISPANIENSE

Soy un instrumento para matar aunque el que me porta en la mano es el que dirige mis actos, espada corta llamada gladio que se lleva en bandolera sobre el costado derecho.

Al contarles mi historia encontraran en ella momentos, situaciones de la segunda guerra de Roma con Cartago en la que tuve el honor de intervenir hasta llegar a la ciudad de Cartago Nova en cuyo museo me encuentro hace ya muchos años.

Les voy a hablar con palabras de hoy que he ido aprendiendo de los visitantes pues no he oído hablar a ninguno en latín, no ya el culto, si no el de las legiones que fue  nuestra herencia a los países conquistados.

La verdad es que soy una copia de otra más antigua de punta roma que usaban las tribus de la antigua Hispania, con el tiempo fue cambiando hasta convertirse  en una espada más ancha de doble filo y punta triangular llamada Gladio Hispaniense.

Cesar en la Galia, fue el primero que se dio cuenta de esta magnífica arma y equipó a las legiones con ella. También se uso cuando en Hispania lucharon contra los infantes de Aníbal, estos la habían hecho suya hacia tiempo. Paraban los ataques de una espada más larga con el escudo y con la gladio en la otra mano pinchaban. Solo necesitaban dos movimientos adelante y atrás. Fuimos un gran avance para las tropas de infantería y las que más muertes causamos en ese periodo.

Salí de la forja en un lugar agradable cerca de Roma, allí habían instalado muchos hornos para que la producción fuese masiva ya que los rumores de una nueva guerra  con Cartago se extendían por todos los rincones del imperio.

No lejos había bosquecillos, riachuelos, se sentía paz. Los pájaros acompañaban y dulcificaban un poco los ensordecedores golpes del martillo contra el hierro al rojo.

A un grupo numeroso nos llevaron a un campo de entrenamiento para gladiadores. Ellos son expertos en saber si un arma está lista o hay que mejorarla. Pasamos allí un tiempo. ¡Como relucía! Buenos filos por ambos lados, buena punta pero sobre todo el puño distinto de todos los demás, de nácar con el águila de Roma tallada. Eso significaba un mejor destino para mí, seria para algún centurión o más importante aún, me hice ilusiones de que luciría en el costado de Escipión, pero no llegue tan alto.

Nos guardaban en unos almacenes bien custodiados, pero como en toda vigilancia hay fallos, en este caso consistió en unas cuantas monedas. Una noche nos trasladaron a un grupo en un carro tapado con sacos y con mucho misterio, pero los ladrones no ataron bien los bultos con las prisas y algunos caímos por los caminos. Ahí quedé yo sobre el polvo y pisoteado por animales y humanos que pasaban. Uno de ellos se fijó en mí al sortear una boñiga del carro que iba delante.

¡No se lo podía creer! Para un pobre carretero yo era todo un tesoro, me escondió entre los pliegues de su pobre manto hasta llegar a una posada ¡Que bajo caí en esa época!¡Fue una de las peores de mi vida! Servía de moneda de cambio en las mesas de dados y así fui rodando con mi puño tallado en marfil y mi águila. Todos querían ganar algo conmigo y deshacerse de mí cuanto antes. Era una compañera de viaje muy comprometedora.

Ese tiempo acabó cuando un mozo grande, alto y recio pero con pocas entendederas que me llevaba en su costado como un triunfo ganado en la mesa de juego, tuvo que salir huyendo después de un fallido lance amoroso y se alistó en las legiones que iban a luchar en Hispania al mando del general Escipión, un experto usando la gladio.

Llegamos a una ciudad grande llamada Tarraco, amiga de Roma. La escusa para atacar Hispania era defender o vengar, si ya no había remedio, a Sagunto otra ciudad amiga de Roma atacada por Cartago, que estaba situada más abajo del rio Iber, frontera que los cartagineses no debían haber cruzado.

Por estos territorios me inicié en la lucha, allí perdí mi “virginidad “penetrando con saña en el costado de un hombre.

Superamos Sagunto y emprendimos marchas agotadoras  para llegar a Cartago Nova, principal posesión cartaginesa, ahora desguarnecida por la marcha de Aníbal a Roma.

Era molesto el golpe acompasado que daba en la pierna del legionario, pero más tenía que serlo para él.

Una noche alrededor del fuego, llamé la atención de un legatus, me cogió y después de observarme largo rato llego a la conclusión de que había sido robada, mi dueño tuvo que defenderse mucho y bien pues solo recibió una paliza y cambiar de gladio. Esa noche pasé al costado del legatus. No lucia igual, por mucho brillo que me sacaran los esclavos porque mi nuevo amo era bajo, rechoncho y con poco aire marcial, pero yo había ascendido de categoría.

Mi legión fue llamada por Cayo Lelio, que mandaba la flota romana, para integrarse en las que iban a atacar Cartago Nova por la parte más difícil, la muralla.

El ataque estaba muy bien planeado para distraer la atención de las puertas traseras que daban a una laguna de poca profundidad y bastante desguarnecida. Fue una verdadera carnicería, esas muralla eran casi inexpugnables.

Mi legatus no era muy ágil, cayó en el primer asalto y yo con él. Entre todo el tumulto de hombres y armas que iban cayendo quedé enterrada en la arena.

Siglos después me encontraron sucia y oxidada. Con mucho cariño y dedicación me restauraron devolviéndome, casi, el esplendor de mis primeros días. Desde entonces estoy aquí, en el museo contenta y feliz porque esta ciudad, verdaderamente valora el legado de roma. ¡Que así sea por muchos siglos!

 

 

 

 

lunes, 5 de septiembre de 2022

LA CITA

 

LA CITA

El otoño se dejaba notar aunque agosto aún no había terminado. Un otoño tramposo de quiero y no quiero, de nubes espesas y oscuras que no dejaban escapar ni una gota y que solo servían para atemorizar con lo que se suponía que iba a venir. Tenía prisa ese otoño. En la montaña los inviernos eran largos y no tuvo piedad. Allí estaba y seguiría allí luchando contra un verano desvaído y casi vencido que no parecía poner mucha resistencia.

“Pensaba encontrar mejor tiempo” se dijo mientras ascendía a la cabaña. Era el ritual de todos los años por estas fechas. Su amor vivía todo el año de esos recuerdos, las excursiones, las palabras de amor sencillas y tiernas. Como dijo el poeta, las promesas. “El próximo otoño ya no nos separaremos”.

Le faltaba el aire. Cada año tenía que hacer más paradas para poder llegar  y, aunque su salud se resentía, no quería ser él quien rompiera la tradición y el hechizo de esos días mágicos.

Por fin llegó. Se sentó en el banco de troncos que hizo en la entrada para ella y mientras le volvía el aliento y los latidos de su corazón se acompasaban, estuvo contemplando el paisaje.

El primer día que lo vieron se enamoraron de él. Fue una suerte perderse en la excursión del hotel, de otra forma nunca lo hubieran encontrado. Las nubes bajas, oscuras, cubriendo de gris los pinos, abetos y cipreses, el sendero que desaparecía entre la alta hierba. Allí estaban solos. Su amor no tenía más fronteras que las nubes y el bosque.

Entró en la cabaña, ella no había llegado aún. Se despojó de la pesada mochila y empezó a preparar la chimenea. Todos los años dejaban un buen acopio de leña. Tendidos en la alfombra, sin más luz que la del fuego y sin más sonido que el crepitar de la madera, los besos eran más intensos, las caricias más profundas y el amor llegaba a niveles no conseguidos nunca.

Se estaba haciendo tarde y ella no venía. Hacía años que no podían comunicarse pero nunca faltaba a la cita que habían acordado en una de las tardes odiosas de hospital, donde intentaban quitar lo oscuro que se había apoderado de su cuerpo.

Se asomó a la ventana nervioso. Esas citas eran su alimento de meses. Sus hijos no lo entendían. “Eres muy mayor para subir solo a la cabaña”, decían. Solo. ¡Qué  tontería! Siempre estaba ella allí. Llegaba antes, preparaba la cena para él y se sentaba en la butaca frente a él, mirándolo con todo el amor que la vida le había dejado dar.

Se tumbó en la alfombra a esperarla mirando las llamas con la ansiedad del que sabe tener la felicidad al alcance de la mano.

De pronto  todo cambió. Desapareció la cabaña, el fuego, la alfombra y se encontró en un lugar luminoso, de perfiles poco definidos. Olía a albahaca, a jazmín, a rosas. No había sonidos ni aire, solo paz.

La vio venir de lejos. La reconocería siempre, los años no pasaban por ella ¿Pero ella se acordaría de él? Su cuerpo había envejecido hasta encontrarlo irreconocible ante el espejo.

Al llegar le cogió las manos y mirándolo dulcemente le dijo ¡Cuánto me has hecho esperar amor mío!

Aunque tardó, cumplieron su promesa y a partir de ese otoño ya no se separaron nunca.