LA CITA
El
otoño se dejaba notar aunque agosto aún no había terminado. Un otoño tramposo
de quiero y no quiero, de nubes espesas y oscuras que no dejaban escapar ni una
gota y que solo servían para atemorizar con lo que se suponía que iba a venir.
Tenía prisa ese otoño. En la montaña los inviernos eran largos y no tuvo piedad.
Allí estaba y seguiría allí luchando contra un verano desvaído y casi vencido
que no parecía poner mucha resistencia.
“Pensaba
encontrar mejor tiempo” se dijo mientras ascendía a la cabaña. Era el ritual de
todos los años por estas fechas. Su amor vivía todo el año de esos recuerdos,
las excursiones, las palabras de amor sencillas y tiernas. Como dijo el poeta,
las promesas. “El próximo otoño ya no nos separaremos”.
Le
faltaba el aire. Cada año tenía que hacer más paradas para poder llegar y, aunque su salud se resentía, no quería ser
él quien rompiera la tradición y el hechizo de esos días mágicos.
Por fin
llegó. Se sentó en el banco de troncos que hizo en la entrada para ella y
mientras le volvía el aliento y los latidos de su corazón se acompasaban,
estuvo contemplando el paisaje.
El
primer día que lo vieron se enamoraron de él. Fue una suerte perderse en la
excursión del hotel, de otra forma nunca lo hubieran encontrado. Las nubes
bajas, oscuras, cubriendo de gris los pinos, abetos y cipreses, el sendero que desaparecía
entre la alta hierba. Allí estaban solos. Su amor no tenía más fronteras que
las nubes y el bosque.
Entró
en la cabaña, ella no había llegado aún. Se despojó de la pesada mochila y
empezó a preparar la chimenea. Todos los años dejaban un buen acopio de leña.
Tendidos en la alfombra, sin más luz que la del fuego y sin más sonido que el
crepitar de la madera, los besos eran más intensos, las caricias más profundas
y el amor llegaba a niveles no conseguidos nunca.
Se
estaba haciendo tarde y ella no venía. Hacía años que no podían comunicarse
pero nunca faltaba a la cita que habían acordado en una de las tardes odiosas
de hospital, donde intentaban quitar lo oscuro que se había apoderado de su
cuerpo.
Se asomó
a la ventana nervioso. Esas citas eran su alimento de meses. Sus hijos no lo
entendían. “Eres muy mayor para subir solo a la cabaña”, decían. Solo. ¡Qué tontería! Siempre estaba ella allí. Llegaba
antes, preparaba la cena para él y se sentaba en la butaca frente a él,
mirándolo con todo el amor que la vida le había dejado dar.
Se
tumbó en la alfombra a esperarla mirando las llamas con la ansiedad del que
sabe tener la felicidad al alcance de la mano.
De
pronto todo cambió. Desapareció la
cabaña, el fuego, la alfombra y se encontró en un lugar luminoso, de perfiles
poco definidos. Olía a albahaca, a jazmín, a rosas. No había sonidos ni aire,
solo paz.
La vio
venir de lejos. La reconocería siempre, los años no pasaban por ella ¿Pero ella
se acordaría de él? Su cuerpo había envejecido hasta encontrarlo irreconocible
ante el espejo.
Al
llegar le cogió las manos y mirándolo dulcemente le dijo ¡Cuánto me has hecho
esperar amor mío!
Aunque
tardó, cumplieron su promesa y a partir de ese otoño ya no se separaron nunca.
Inquietante relato donde la ficción se mezcla con el deseo y el amor, confundiendo la realidad
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