lunes, 5 de octubre de 2020

LA VIDRIERA    noviembre de 2017

 

 

Tengo 50 años, soy soltera y odio viajar. En los viajes por muy programados que estén, suelen surgir imprevistos y a mí, me gusta tenerlo todo controlado. Es una manía, ya lo sé, pero cada cual tiene la suya.  Me refugio en lo seguro en lo conocido, no he querido sobresaltos en mi vida. Por eso creo que no me he casado.

 Así pensaba era yo, pero algo se salió de mi control.

Trabajo en una parroquia, soy la sacristana. Un oficio monótono, donde los ritos solo cambian con las estaciones, Don Felipe, el párroco, es ya muy mayor. Un día recibió una carta y ahí empezó todo. Un familiar le decía que su hermano estaba grave, me pidió, casi suplicando, que lo acompañase, pues no tenía muchos amigos que pudieran perderse una semana de trabajo. Dejó la parroquia en manos del sacerdote que nos habían mandado para que le ayudara al cual di las instrucciones pertinentes para que nada cambiase hasta mi regreso

Me pase el fin de semana mirando mapas, buscando las rutas más rápidas y seguras. No dormía, pensando en todas las cosas imprevisibles; perdernos, quedarnos sin gasolina en una carretera olvidada, que un animal me hiciera perder el control del coche… en fin todos los supuestos negativos que podía imaginar  mi cansada cabeza.

Y aquí estoy, viajando a la castilla profunda, en un coche pequeño, que no ha hecho más de 100Km seguidos y como es de suponer, yo tampoco. Pero Don Felipe se lo merecía,

Me iba gustando aquello, el durmiendo y en el casette siempre los mismos discos. Pasamos por pueblos olvidados, pero todos tenían su iglesia en mejor o peor estado.

Llegamos a media mañana, salude a la familia y me fui a dar una vuelta por el pueblo. Ya desde lejos me llamo la atención el gran campanario  y hacia allí dirigí mis pasos. Eso era terreno conocido y no esperaba sobresaltos.

No tenía mucha luz, fui recorriendo las capillas, hasta llegar al altar mayor: Un Cristo, unos Santos, el Sagrario, en fin lo de siempre.

Iba ya a darme la vuelta, cuando una voz saliendo de la oscuridad dijo.  No se vaya, espere es casi la hora. ¿La hora de qué? Dije yo. No hable por favor, solo mire al fondo del Altar Mayor.

De pronto como si de un milagro se tratara, entro un rayo de sol a través de la vidriera, que hizo saltar chispas al metal que los unía, Conforme se iba desplazando aparecían nuevos detalles en aquella maravilla de cristal,  que sin ese potente foco serian invisibles.

Tuve que sentarme, mareada de tanta belleza. No sé de quién fue la voz, pero se lo agradeceré toda mi vida.

Aquello era imprevisible. Desapareció la luz y me quede un buen rato pensando, en aquella iglesia oscura. ¡Cuántas cosas me había perdido, por querer controlarlo todo! La vida hay que dejarla discurrir,  porque no sabes que va a pasar en el minuto siguiente, seguir tu camino, con sobresaltos o monotonía, según toque, esperando paciente, que surja en ella otro destello que te haga vibrar.

 

 

 

 

 

 

  

1 comentario: