EL SEÑOR SCROOGE
El
señor Scrooge estaba sentado en su mecedora cerca de la ventana que daba al
jardín, viendo caer la nieve. Sobre la manta a cuadros que tenía en sus
debilitadas piernas, dormía el único amigo que le quedaba, su gato Pirracas.
Con los
ojos entornados veía transcurrir su vida. Una vida feliz. Había disfrutado de
riquezas, pero la mayor de ellas habían sido sus muchos amigos a los que
ayudaba en caso de apuros. Siempre pensó que era mejor tener 10 amigos que 10
libras. Estaba triste en ese caserón que había sido vivienda provisional para
muchos necesitados de ayuda, a cambio llenaban el aire de sonidos de niños,
cariño y olores a buena comida.
De
pronto, dejo de nevar. Por el jardín, al otro lado de la ventana, se aproximaba
una figura, sus ojos no veían ya con claridad y hasta que estuvo cerca no lo
reconoció. Era su secretario, un hombre enjuto y triste, daba la impresión que
todas las desgracias del mundo hubieran caído sobre sus hombros, de lo encogido
que andaba. ¡Años le costó hacer que tuviera una visión más positiva de la
vida. Cuando llego a la ventana, atravesó el cristal y se sentó en el sillón
que había al lado de Scrooge. Este se alegro mucho de verlo, aun sabiendo que
había fallecido años antes. Pero los ancianos casi nunca separan los recuerdos
de la realidad, así que no le dio importancia.
Max, su
secretario, empezó a hablar, su voz era la de siempre, pero había perdido ese
aire de enterrador que siempre llevaba encima.
--Sr
Scrooge , vengo a darle las gracias por todo lo que hizo por mí, sin su ayuda y
sus consejos no hubiéramos podido salir a delante. Cuando mi mujer enfermó,
usted nos mando a los mejores médicos, aunque la muerte no estaba dispuesta a
dejarla, nuestro agradecimiento fue el mismo y le hicimos un hueco en nuestro
corazón.
Al Sr
Scrooge se le saltaron las lágrimas, era de llanto fácil y muy sentimental.
Cuando se tranquilizo, vio al lado del secretario a un joven militar que
también le sonreía.
¿Quién
eres tú? Le pregunto. Soy el hijo de su amigo Jorge. Usted pago mis estudios
pudiendo así realizar el sueño de mi vida, ser médico. Pero llego la guerra, me
movilizaron y allí acabaron mis días, fui feliz ayudando a los soldados y se lo
debo a usted.
Fueron
llegando más y más figuras, tantas, que el jardín se lleno de sonrisas. Su
vida, pensó, había sido una buena vida y dejando a Pirracas en el suelo se fue
atravesando el cristal, con sus amigos.
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