lunes, 1 de febrero de 2021

 

                  OTRA CLASE DE AMOR

El niño no entendía porqué cuando salía de la guardería y se acercaba corriendo hasta su madre, esta no lo recibía con los brazos abiertos, bajándose a su altura para darle un gran abrazo como hacían las otras madres, solo le cogía la mano y con una gran sonrisa le preguntaba como lo había pasado.

Al niño llego un momento en que esto dejó de importarle, porque su madre siempre estaba allí. Le traía golosinas y juguetes pequeños que compraba en el Kiosco de la esquina.

No conoció a su padre y tampoco pregunto nunca. Era feliz con ese cariño distinto pero que se palpaba en las miradas, los gestos y en la protección que nunca le faltó con ella.

Por las tardes, al volver del colegio se quedaba un rato en la calle jugando con los amigos. Un día un niño le preguntó porqué su madre cuando iba a recogerlo, nunca lo besaba ni abrazaba hasta dejarlo sin respiración, el no supo que contestar, solo dijo: ella es así.

Pasaron los años y el muchacho pensaba: Mi madre es diferente, pero me quiere mucho, nunca me ha faltado nada, me ayuda en todo desde esa distancia que ella marca, siempre está dispuesta a sacrificarse por mí y eso vale tanto como los besos y abrazos  muchas veces dados por la fuerza de la costumbre.

Cuando intentaba besarla me ofrecía la mejilla con un gesto de resignación  o cuando llegaba sudoroso, alegre por haber ganado un partido y se me iban los brazos para rodearla, ella me sentaba a su lado mientras escuchaba muy atenta lo que yo, con nerviosismo, le contaba explicándole lo bien que había jugado o los goles que había metido. Hablábamos mucho. La mejor hora del día era después de la cena, cuando le ayudaba a recoger y nos sentábamos a comentar como se había desarrollado la jornada.

Cuando fui mayor me di cuenta de que mi madre era incapaz de mostrar sus emociones.

Un día de confidencias, me contó que en el orfelinato donde había pasado su infancia, cuando menos visible te hicieras, mejor. Allí no había besos ni abrazos, solo castigos.

La habían dejado incapaz de saber lo maravilloso que es el roce de los labios de un hijo en la mejilla o de los tuyos buscando su pelo, su cuerpo pequeño para abrazarlo y llenarlo de besos.

Pero no se fue de esta vida sin aprenderlo, de eso mis hijos tienen la culpa, derramo en ellos todos los besos, abrazos y caricias imaginables que tenía aplastados en el corazón, pugnando por salir durante tantos años.

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