MARÍO
Mario
entró en mi vida por casualidad. En el pueblo el cotilleo iba subiendo de tono
hasta negarle el saludo a Julia, una joven de 16 años y embarazada, según las “malas
lenguas no sabía de quién”. En los años 50 del siglo pasado el peor pecado de una
mujer era quedarse embarazada sin tener marido que respondiera por ella.
Ahora
ya mayor, sentada en mi mecedora veo a Mario en la habitación donde le instalé
un pequeño taller y me siento orgullosa recordando el día en que Julia vino muy apurada con el bebé en
los brazos, pidiéndome por favor si podía cuidarlo los días que ella trabajaba
en el campo. Yo acababa de jubilarme y me pareció estupendo por primera vez en
mi vida tener a quien cuidar. Traía consigo todo el equipaje, biberones
incluidos.
Al principio
lo paseaba en el cochecito y, al tiempo que los vecinos nos daban los buenos
días, se acercaban, yo creo, para encontrarle parecido con algún hombre del pueblo.
Mario fue creciendo y me daba una felicidad inmensa esa manita agarrada a la
mía con total confianza, la que solo tienen los niños que se sienten queridos.
Un día
de verano estaba jugando en el patio de mi casa, en un rincón le había puesto
tierra y un cubito de agua y allí estaba amasando y haciendo figuritas de barro
que luego ponía al sol y al día siguiente esa arcilla se había convertido en un
caballo, un niño o un guerrero, entonces
me pidió un papel y un lápiz para escribir la historia en la que iban a
participar sus figuritas.
A
partir de entonces siempre que el niño iba a escribir se lavaba delicadamente
las manos, que no quedara en ellas ni una pizca de barro y miraba el papel en
blanco con reverencia como hubiera hecho cualquier pintor famoso ante un lienzo
sin empezar.
Yo
había ido guardando todos sus cuentos desde los primeros, que casi no se entendían,
hasta los que ahora adolescente dejaba abandonados encima de la mesa y los llevé
a encuadernar. Cuando Mario vio sus cuentos hechos un libro no pudo contener la
emoción y se abrazó a mí llorando de agradecimiento y alegría.
La vida siguió su curso y lo llevó por otros
caminos pero siempre que podía volvía a su “pequeño taller” a moldear y a
escribir, y yo soy feliz al tener un trocito de juventud acompañando mi vejez.
Historia muy entrañable que refleja que, por encima de los vínculos familiares, es el trato cercano el que genera el amor y el cariño.
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