LA
NOCHE OSCURA
El atardecer
caía sobre el Mediterráneo como gotas de sangre que se mantuvieran en la
superficie sin disolverse. Poco a poco iban apareciendo los ocres en la tierra
y los grises en el mar. Presagiaban una noche oscura, sin luna ni estrellas.
Todas habían huido del cielo para no ser testigos de la sangrienta batalla que
iba a tener lugar en esa ciudad pequeña de
cinco colinas, en el sureste de la península de los iberos.
Muchos
años después, en otra noche oscura, la silueta de un anciano se recortaba sobre
unas rocas en cierta playa al otro lado del mismo mar de la ciudad de las cinco
colinas.
El
anciano tejía en su memoria los recuerdos de aquella noche y aquella batalla. Si
entramos en ella nos haremos con su historia.
Tenía
entonces 15 años. Fueron los más felices de mi vida en esa preciosa ciudad, a
la que el general Asdrúbal puso por nombre Qart Hadasht. Mi casa estaba en las
faldas de una colina mirando al mar siempre azul. Mi padre era militar, llegó
aquí con el general Aníbal para pactar con las tribus mastienas. Yo aun no
había nacido. Esa tierra era rica en plomo, plata y otros minerales. También
había mucho esparto y un campo que, aun siendo escaso en lluvias, era suficiente
para abastecernos de vegetales y frutas.
Sí que
teníamos siempre el miedo a los malditos romanos que habían montado su
campamento a las afueras de la ciudad pero, cuando al atardecer bajaba con mis
amigos a la playa a ver llegar los barcos de pesca, era tanta la paz y la
belleza de sus puestas de sol tras las montañas, que no podía imaginar la
guerra que se acercaba. Según los ancianos, a nosotros no nos llegaría. La
ciudad estaba bien fortificada, las murallas eran altas y la laguna interior no
tenía la suficiente profundidad para los pesados barcos romanos.
Eso
pensaba yo la tarde en que vi llegar desde el mar una bandada de gaviotas
capitaneadas por tres grandes pájaros negros. Se me encogió el corazón, era un
mal presagio en el que no quería creer.
En los
últimos meses había mucho movimiento en la ciudad y también rumores sobre una
guerra inminente. Según los romanos, habíamos incumplido no se qué pacto y eso
les daba derecho a atacarnos.
Aquella
aciaga noche nos quedamos en la playa, mis amigos y yo, un poco más de lo
acostumbrado. Cuando, de pronto, sonó la alarma. Desde las atalayas habían
descubierto una gran flota romana que se acercaba a la bahía. Las trompetas
sonaban sin cesar produciendo un gran estruendo. Corrimos hacia las puertas que
empezaban a cerrarse con tan mala fortuna que tropecé, caí y perdí el sentido.
Mis amigos no notarían mi falta empujados por la gran multitud de gente que, desesperada,
intentaba entrar en la ciudad.
Cuando
desperté la noche estaba en llamas, el humo de los incendios secaba la garganta
y casi me impedía respirar. El estruendo era horrible, el ruido de las armas,
los gritos de los soldados, las súplicas, los llantos y lamentos de los
habitantes de mi ciudad, formaban en la roja noche una música infernal. Nunca
olvidaré el sonido de la guerra.
La
batalla se estaba desarrollando entonces en la muralla que daba al mar. Los
romanos habían logrado entrar en la ciudad, arrasándolo todo como era su
costumbre.
Me levanté intentando mantener el equilibrio y
mi primera idea fue buscar a mis padres. Las puertas estaban abiertas y un
reguero de sangre llegaba hasta mis pies. Intenté entrar, pero lo que vi me
paralizó. Cuerpos destrozados, quemados, gritos de dolor, el ruido me aturdía y
el miedo me impedía avanzar. El calor de los incendios hacía que las lágrimas
se evaporaran nada más salir de mis ojos.
Desesperado
corrí hacia la laguna. Por allí habían entrado los romanos, el trozo de muralla
más desprotegida por creerla insalvable. A la luz de los incendios aun se veían
en la arena sus huellas, armas destrozadas, cadáveres de los valientes
defensores que poco pudieron hacer ante la sorpresa y la escasez de medios
frente a sus atacantes. La orilla era un cementerio de armas y de hombres a los
que la muerte había igualado dejándolos desnudos de patria y solos como seres
humanos.
El
miedo y el horror me impedían pensar con claridad. Vi una barca, monté en ella
y empecé a remar. La locura me daba fuerzas y al rato conseguí salir de la
bahía. Al ir alejándome de la ciudad la noche se iba haciendo más negra y se
disolvían en el agua los sonidos de la batalla. Después del espanto vivido,
solo deseaba morir, lloré pidiéndoselo a los dioses, que solo me concedieron
volver a perder el sentido.
Sin agua,
sin comida no hubiera resistido muchos días pero el cielo se apiadó de mí
haciendo soplar fuertes vientos que me arrastraron hacia la orilla opuesta de
ese mismo mar. Me recogieron unos pescadores que faenaban por la zona y, medio
muerto, regresé con ellos a su aldea.
En esta
tierra he hecho mi vida, he tenido
momentos felices, pero cuando las noches son oscuras, vengo a la playa y me
parece ver de lejos el rojo de los incendios y oír el sonido de la batalla. No
los quiero olvidar. Son los gritos de mis padres, de mis amigos, de mi gente.
He perdonado a los romanos pero siento que yo también debía de haber muerto en
aquella noche oscura.
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