ELLA Y EL MAR
Ella estaba allí, en esa
playa del Mediterráneo, como el faro, la arena, las rocas o el mar. De él se
sabía todos sus azules, verdes o grises y estos colores se reflejaban en sus
ojos acariciadores y tristes. Hacía años que se consideraba parte del paisaje.
Desde que perdió a su compañero,
refugió su dolor en la casa de la playa, ¡Habían sido allí tan felices…!
¡Tenían tantos proyectos en los que participaba ese mar…!
La casa era una especie de
torreón antiguo, que poco a poco, con paciencia y cariño habían convertido en
su hogar. A la ciudad iban solo por trabajo, atrás habían quedado las reuniones
interminables, el ajetreo del trafico, el rugido de la gran ciudad, que te ofrecía mensajes engañosos para
hacerte su esclavo.
Ahora el mar era su
compañero, ya nunca estaría sola. Era un ser vivo que se movía, hablaba y algunas
tardes de otoño, rugía, pero no le tenía miedo. Él le trajo nuevos amigos, como
la gaviota, a la que veía venir entre los grises del atardecer, y que después de
revolotear, se posaba a su lado en la arena, para contarle alguna historia
de sus muchos y largos viajes por las
costas de ese mar. Historias de amor y de muerte, de trabajo y de placer. Ella
las escuchaba agradecida. Esos relatos llenaban un poco, el hueco vacío que le hacía las veces de corazón.
Un corazón que empezó a morir el día que ocurrió el accidente.
El mar también le trajo
otros amigos, caracolas, chapinas, plantas que después de un fuerte levante
quedaban varadas en la playa, como restos de un naufragio. Las ponía a secar,
haciendo con ellas verdaderas obras de arte, que distribuía en jarrones por
toda su casa.
Pensaba que lo que le traían las olas, antes habían sido
seres vivos, y ahora sólo eran bellos recuerdos, igual que nos ocurre a los
humanos, cuando después de la muerte, nos instalamos en el pensamiento de las
personas que nos han querido.
Las caracolas las pintaba
de colores y las metía en frascos de todos los tamaños. La casa estaba llena de
ellos. Cuando se sentaba a mirarlos, se las imaginaba vivas, atravesando las
aguas y llegando a otras tierras del mismo mar, con hombres distintos,
distintas costumbres, pero con las mismas ansias de amar y ser felices.
Por las noches, desde la
torre, veía los grandes barcos pasar a lo lejos con sus luces encendidas que anunciaban fiesta y también el débil parpadeo de los barcos de
pesca que faenaban cerca de la costa.
Todo se mezclaba en ese
mar, diversión, trabajo, y también la angustia de no saber si el frágil
barquichuelo, en el que habían puesto tantas esperanzas, llegaría a tierras
acogedoras y en paz, o si por el contrario sería engañado como Ulises y lo llevaría
al fondo de ese cementerio azul, donde está escrita la historia de tantos
siglos.
Le gustaba ver sus
amaneceres, al principio volvían los grises del ocaso, luego despacio, una
pequeña luz se iba abriendo paso por el horizonte hasta que como un estallido
el gran astro emergía de la superficie
del agua, devolviendo la vida al planeta. Pensaba que siempre habría un nuevo amanecer,
también en la vida. Ella lo estaba intentando
desde esa casa y esa playa cargada de recuerdos.
¡Cuantas historias habían
pasado en ese mar eterno! Le gustaba mirarlo. Él saciaba su sed de aventuras,
siempre pospuestas. Toda una vida soñando pero anclada en tierra. Ahora ya,
poco importaba. Ya no había con quien compartirlas. Sólo quedaban recuerdos que
le hablaban de otro tiempo en el que
había sido muy feliz, había amado y había sido amada, con la intensidad de una
tormenta de otoño, con la entrega de la arena, dejándose llevar por las olas,
siempre nuevas y siempre iguales. Esa había sido su historia de amor. Sentada
en la playa encontraba a su compañero en el espíritu de esa gaviota,
diciéndole, que no se había ido, que
siempre estarían juntos, y que algún día podrían surcar ese mar en busca de las
aventuras soñadas.
Llegó un día en el que ya
no pudo bajar de la torre. Sentada junto a la ventana, veía el mismo paisaje, pero
no lo sentía cerca, le faltaba ese olor a sal y algas, ese ruido sordo y
constante de las olas que la adormecían y atenuaban su dolor. Veía pasar las
gaviotas y entre ellas buscaba a su amiga, la que se le acercaba en la playa
sin temor y no la encontraba
Las luces de las noches,
se hicieron más débiles, convirtiéndose en puntos brillantes en la lejanía, que
se confundían con las estrellas.
Desde la torre disfrutaba
mirándolas ¡Qué maravilla el cielo de ese mar! Parecía un gran manto bordado
con caprichosos dibujos: Allí un arquero, mas allá unos peces o un carro con
una estrella brillante que siempre señalaba el norte. Eran las mismas que habían guiado a tantos
navegantes a la gloria o al infortunio.
Los días se sucedían con
una monotonía insoportable, solo la despertaba de su duermevela, la luz verdosa
del faro, avisando a los navegantes, de los peligros que ese mar tranquilo
tenía en sus entrañas.
Un atardecer de verano,
con el mar en calma, el sol destilando fuego y pintando con rayas de sangre el
mar, llego la gaviota a la ventana. Ella sabía muy bien a lo que venía. ¡La
había esperado tanto tiempo…! En sus días de desesperación, llego a pensar que
la había olvidado .Que la había dejado, sola varada en tierra, como esos barcos
destrozados que antes veía en sus paseos al atardecer, por los senderos que
rodean el faro.
Esa noche su espíritu y el
de la gaviota, se unieron formando un solo aliento. Y ella y su amado, cruzaron
juntos ese querido mar, en busca de todas las aventuras soñadas durante sus vidas en la tierra.
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